Año de publicación: 1993
Valoración: Recomendable alto
Aunque confieso que le tenía un poquillo olvidado, siempre he pensado que Juan Marsé es un grandísimo narrador, en el sentido más literal, no solo que escribe bien, sino que cuenta muy bien, que quizá no es exactamente lo mismo. Se puede escribir bien de muchas maneras, con diferentes estilos o manejando recursos muy diversos; pero a la hora de narrar, yo creo que solo cabe hacerlo bien o mal en sus diversos grados, es decir, haciendo llegar el relato al lector y haciendo que le interese, que de alguna manera sienta que tiene entre manos algo importante, atrayente por alguna razón, algo bien hecho. Marsé construye buenos relatos y los cuenta con soltura y con la naturalidad de quien tiene talento para ello.
El escenario de El embrujo de Shaghai es el más habitual en la trayectoria de este autor, al menos en lo que yo conozco: Barcelona unos pocos años después de la guerra, cuando la sociedad ha empezado a reconstruirse bajo el nuevo Régimen, una ciudad gris y algo mugrienta, con algunas oleadas importantes de inmigrantes, donde el futuro de la mayoría se sitúa muy poco más allá de mañana, y los chavales se dedican a callejear o al menudeo, o sirven como aprendices de algún artesano o comerciante. Es seguramente el escenario de la adolescencia del propio Marsé, y observamos también, quizá de forma más solapada que en otras novelas, el contraste de las clases bajas con las familias algo más acomodadas.
En este escenario irrumpen algunos miembros del maquis, personajes que habitualmente cuentan con escasa presencia en la ficción, tipos que entran y salen de forma clandestina para preparar acciones, reclutar activistas o mantener contactos en el interior. Uno de ellos, el Kim, lleva tiempo medio desaparecido, sin más contacto con su familia que alguna pequeña carta. Su mujer y su hija adolescente y enferma de tuberculosis fantasean con el día en que el Kim vuelva para llevarles con él muy lejos. Entretanto, el chaval protagonista y parcialmente narrador entra por casualidad en contacto con la casa del ausente Kim, que visitará cada día durante un tiempo. La llegada coincide con la visita de un tal Forcat, compañero del combatiente desaparecido, que amenizará las tardes de los chavales contando las exóticas aventuras que han impedido al padre volver a encontrarse con su familia. Y bueno, ya he contado más de lo que acostumbro, creo.
La aparición del maquis, aunque sea meramente instrumental y ceñida a unos pocos personajes sueltos, acentúa la sensación de país sumido en la oscuridad del protofranquismo, porque la acción de estas guerrillas representaba una última opción de derribar al Régimen, opción sin embargo tan lejana e improbable que por el contrario parecía anunciar lo inevitable del destino de las próximas décadas. De esta forma, las estimulantes aventuras que con mucha destreza describe Forcat son una ventana a otros mundos, lejanos, excitantes, que sirven de bálsamo a la postración, el desánimo y la rebeldía infructuosa que, no sé si voluntariamente, pueden personificarse en la joven Susana, encamada, febril y rodeada de emanaciones de eucaliptos.
El contraste no es solo social, sino también individual. El fascinante relato del visitante, lleno de viajes y peligros, con el fondo de la eterna pugna entre el bien y el mal, se funde con las pequeñas miserias de lo cotidiano, celos, envidias, mentiras e ilusiones cutres que no hay forma de esconder. En esa mezcla de lo ilusionante y lo real surgen personajes de enorme atractivo, como el inolvidable capitán Blay, el viejo chiflado que detecta aires pútridos en las calles (algo que recuerda al Tibidabo de Gonzalo Suárez); Anita, la taquillera de cine, aficionada al vino y con fama de demasiado ligera; el propio Forcat, con un punto misterioso que nos sugiere respuestas sucesivas, ninguna convincente; o la tísica Susana, ya citada, todo un modelo de adolescente despótica y algo manipuladora. Un repertorio de personajes ricos y trazados con estilo.
Tampoco me parece que a Marsé se le pueda acusar de excesos formales. No tengo esa sensación de lecturas anteriores, y desde luego en el libro que ahora comentamos no cae en ese defecto en absoluto. Es una narración, mejor dicho, dos narraciones en formato de relato enmarcado, con un ritmo impecable y nítido, sin remansos, con algún recurso retórico muy esporádico, breve y pertinente, alguna prolepsis algo sorprendente, o un par de cambios repentinos de narrador, utilizados de forma tan contenida que se diría que el mismo autor se ha frenado en su uso. Marsé parece disfrutar jugando a autor de novela negra en esa narración subordinada, y también en ese aspecto consigue un resultado brillante, más incluso porque ese juego funciona muy bien como contrapunto de color a las vidas vulgares que desfilan por el relato principal.
Sí, bueno, quizá hay en la novela un par de cosas que me convencen algo menos, pero por una vez me las voy a callar. Lean ustedes el libro, que merece la pena, y descúbranlas por sí mismos.
Otras obras de Juan Marsé reseñadas en ULAD: Si te dicen que caí, Rabos de lagartija, La oscura historia de la prima Montse, Últimas tardes con Teresa
Este título fue mi puerta de entrada en el universo de este pedazo de escritor.
ResponderEliminarMe gustó bastante; pero siendo una buena novela no aguanta (si es que alguien lo espera), ni de lejos, la comparación con su obra maestra - "esa" de Teresa y su pijoaparte -, que leí bastante después y que me dejó totalmente conmocionado por su excepcionalidad literaria.
La película del mismo título no hace justicia con el texto y, sobre todo, con su espíritu.
Novela recomendable, sin duda. Marsé es garantía de buena lectura.
Desde luego, el libro no alcanza a otros más antiguos del autor, y en especial, como tú indicas, a Últimas tardes con Teresa. Pero si evitamos las comparaciones me parece que está a un muy buen nivel.
ResponderEliminarUn saludo y gracias por el comentario.