Año de publicación: 1999
Valoración: Recomendable
Puede que tenga una idea romántica, y antigua, y equivocada,
de lo que debe ser un escritor, o mejor dicho de la imagen que debe transmitir
un escritor: alguien quizá huidizo, más bien serio o a lo sumo irónico, encerrado
en un mundo algo extraño en el que al resto de los mortales nos es difícil penetrar. Sin exagerar tanto, quizá alguien simplemente discreto y que pasa
del mundanal ruido. Quizá por eso me caen más bien gordos los autores que de
repente se hacen famosos y se prodigan en los medios, a veces porque los medios
les requieren para conseguir una aureola cultural, a veces porque ellos mismos
los buscan porque mola (y vende, claro) eso de llamar la atención. A todos se
nos ocurren nombres que no voy a repetir. Seguramente por eso, porque tuvo su momento
de fuerte exposición mediática, tenía yo cierta prevención hacia mi paisana
Espido Freire a la que, desde mi ignorancia, lo confieso, no le veía méritos
para prodigarse en prensa y TV como lo hacía. Pero claro, y con esto termino
esta intro demasiado larga, uno va cumpliendo años y en algunas cosas se va
haciendo más tolerante (en otras, menos).
Así que escojo esta novela de 1999 que Espido escribió con
solo veinticinco años, y que además no era la primera sino la segunda, después
de una Irlanda por lo visto bastante exitosa. La autora mostraba en el ámbito
narrativo una productividad envidiable a finales de los 90 y principios de
los 2000, que después parece que se fue espaciando y dejando más hueco a otro
tipo de creaciones (libro juvenil, ensayo). Y, por lo que mí respecta,
considero que su trayectoria empezó muy dignamente.
De momento, Espido hace algo que no es inusual pero para lo
que, a mi modo de ver, hay que tener cierto atrevimiento: inventarse un
entorno. Nos vienen a la cabeza esas localizaciones imaginarias tan famosas que
todos conocemos, y ahora añadimos otra más, Oilea, una pequeña ciudad
provinciana de la que solo sabemos unas pocas cosas, que está dividida en dos
zonas casi impermeables (el norte de ricos, el sur de pobres, ya, algo tópico)
y que tiene un casino de corte clásico, feudo también casi inexpugnable de la
parte masculina de la sociedad. No conocemos nada más de sus edificios, tiendas o parques, solo que todas sus calles tienen nombres de flores, asignados de una forma bastante original. En su ausencia de descripciones físicas
Oilea no es realmente tanto una localización geográfica como un escenario
emotivo, un poco en la línea del Obaba de Bernardo Atxaga. Es un estado de
ánimo, el reino del aburrimiento y la mezquindad de pequeños escarceos
amorosos, aunque da para presentar realidades interesantes, como la de aquella mujer
enamoriscada, que no vivía sino que imaginaba su vida, condenándose así a la inacción.
Sin embargo, el pueblo es también escenario de situaciones
escabrosas y otras donde domina el misterio, como la extraña casa de
Feigenbaum, donde irrumpen inexplicables bandadas de mariposas, o el enigmático
personaje de Loredana (seguramente el más potente del relato), aquejada de
porfiria y que parece esconder algo maligno que no se sabe si está en su
cuerpo, en su cabeza o en la cabeza de los demás. Estos pasajes de cierto tono
gótico en los que afloran toques de realismo mágico, son quizá donde mejor se desenvuelve la
autora.
Porque otra peculiaridad del libro es su formato. Es al
mismo tiempo una novela fraccionaria y un libro de relatos con personajes y
situaciones comunes, podemos leerlo como queramos, aunque en realidad tiene más
de lo primero que de lo segundo. Aunque los breves capítulos son hasta cierto
punto autoconcluyentes, forman un mosaico a través del cual se
contemplan, desde distintos puntos de vista, las relaciones entre los
habitantes de Oilea. Aquí vamos a disculparle a la joven Espido que nos sature
un tanto con nombres extravagantes que sin duda pretenden evitar que
localicemos la narración en un lugar o época determinados, pero que, más que otra
cosa, contribuyen a sembrar confusión. Pero lo cierto es que son demasiados
personajes, que sí, que funcionan a modo de relato coral, pero es inevitable
que provoquen el despiste del lector.
Como es entendible también, pero un poco menos disculpable, que se hurte
información mostrando cuadros repentinos que, uno a uno, crean una interesante
atmósfera de desconcierto, pero dan lugar al apreciable riesgo de dejar al
lector fuera de los hilos con los que se teje la narración. Dicho de otra
forma, está claro que la autora controla muy bien las andanzas de sus
personajes, sus conexiones y sus trayectorias, pero si lo expone de forma
atomizada puede que quien lee solo aprecie puntos de interés aislados, se
pierda ante los vacíos y los saltos y, lo que es mucho peor, acabe por desistir
de buscar una lógica narrativa sólida. En cualquier caso, los capítulos están escritos casi todos ellos con una estimable técnica próxima al microrrelato, con un desarrollo generalmente atractivo y una conclusión con el grado adecuado de sorpresa.
Por mi parte he preferido pasar un poco por encima de ese conjunto algo difícil de controlar y quedarme con
los chispazos de sordidez y misterio, y con el aire decadente que desprende el
muestrario. Ahí sí, el libro funciona francamente bien y muestra talento y
posibilidades, quizá más para una colección de relatos que para una novela,
pero la sensación general es razonablemente positiva.
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