Año de publicación: 2016
Valoración: entre recomendable (para quien se atreva) y está bien
El pederasta/monstruo pentápodo -huelgan las explicaciones sobre el título- de la mexicana Liliana Blum no es aquí un distinguido emigré europeo, sino un pequeño constructor de la ciudad de Durango (no me refiero a la vasca, huelga también decirlo), llamado Raymundo Betancur, un hombre trabajador, formal y afable... todo un pilar de la sociedad, que se sirve de su tranquilizadora presencia, sus dotes organizativas y su destacable astucia para secuestrar niñas de las que abusa en el sótano de sus casa. Una joyita, vaya.
La historia se nos cuenta desde el punto de vista de Cinthia, la última niña secuestrada, su desesperada madre, del propio pederasta -de quien conocemos así la naturaleza de sus apetitos, sin que ello lo haga menos repugnante- y, por último, de un cuarto personaje especialmente interesante: Aimée, una mujer con acondroplastia que es su novia y cómplice y que le escribe después acerca de todo lo sucedido... Que un pederasta tenga una novia enana puede parecer tan sólo una ocurrencia, una humorada de la autora del libro, pero lo cierto es que resulta un personaje clave en esta novela, y quien la dota no sólo de más facetas, sino también de una mayor profundidad. Dejando aparte a la niña y su madre, claro está, Aimée es el personaje más trágico de la novela, al tiempo que quien humaniza una historia que, en otro caso, no dejaría de ser una versión más cruda de la de Caperucita y el lobo. Pero Aimée es la abuelita y el cazador a la vez, víctima, cómplice y verdugo del monstruo, del Barbazul que esclaviza a las niñas. Un acierto de Liliana Blum, este personaje, que ayuda a digerir una historia difícil de leer, por lo que cuenta, pese a la impecable factura de esta novela.
Año de publicación: 2019
Valoración: está bien
El tono de Degenerado, de la argentina residente en Francia Ariana Harwicz es bastante diferente; en esta novela es tan sólo el propio pederasta asesino quien se dirige a nosotros, o más bien lo hace a sus conciudadanos, a la jueza, a sus padres y, sobre todo, a sí mismo, en un incesante torrente de pensamientos y palabras que le sale a borbotones, un verdadero "chorro de conciencia" que no pretende ser coherente -y parte de la gracia de la novela consiste en tratar de averiguar hasta qué punto lo es o no-, ni tampoco una confesión de su crimen. De hecho, el degenerado del título, de quien ignoramos nombre y edad exacta, -aunque parece ser un hombre mayor, parece que judío y tal vez de origen lituano o ruso, aunque viva en un pequeño pueblo de Francia (como la autora)- proclama en ocasiones su inocencia, aunque en otros momentos sí queda más claro que es culpable de haber violado y asesinado a una niña. Tampoco es que la claridad sea lo que parece preocupar más a la autora, por otra parte.
De todos modos, hay que señalar que en este chorro de palabras y pensamientos del tipo entra de todo, menos, casi, el propio crimen: va relatando -de aquella manera- su detención y procesamiento, las declaraciones del tribunal y de los testigos, sus propias refutaciones... pero, además, de forma harto confusa, episodios de su infancia -seguramente mixtificados-, recuerdos sobre la relación con sus padres y entre ellos, sus opiniones sobre la sociedad y su hipocresía, etc. En fin, un totum revolutum que resulta interesante e incluso creíble como expresión de una mente atormentada y/o desquiciada, pero más complicado de seguir como hilo narrativo por el que guiarse. Lo mejor, creo yo, es surfear por encima de toda la palabrería y quedarse más con la impresión general que con el sentido, al pie de la letra, de cada frase o párrafo.
Resulta difícil empatizar o siquiera comprender al protagonista, aunque no tanto, que también, porque haya cometido un crimen execrable, como por su carácter caótico, agrio y misántropo. Ni tampoco con los argumentos, un poco tópicos, de su autodefensa, que se resumen en:
- Lo que en unas sociedades y/o épocas es admisible, en otras se persigue.
- Todo el mundo es un "degenerado" en la intimidad, porque el que no hace unas cochinadas, hace otras.
- Soy un chivo expiatorio de la hipocresía social.
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