Título original: Selbstbild mit russischem Klavier
Traducción: Eva García Pinos
Año de publicación: 2018 (en castellano, 2021)
Valoración: Muy recomendable
En mi opinión hay pocas cosas que mezclen mejor con la literatura que la música. No exactamente la música, sino su entorno, la sensibilidad del intérprete, las sensaciones y la experiencia de quien se comunica así con su público, las oscilaciones de la creatividad y la búsqueda de la perfección, son caracteres compartidos por las dos artes, y la literatura es vehículo capaz de convertirlos a su código e integrarlos con naturalidad siempre, claro está, que los maneje un autor solvente. Es el caso de Wolf Wondratschek, autor hasta ahora desconocido para mí y creo que con pocas obras traducidas al castellano lo que, visto lo visto, cuesta trabajo entender.
Puestos a hacer una sinopsis, la cosa es bastante sencilla. El narrador contacta de alguna manera con un tal Suvorin, veterano intérprete ruso ahora afincado en Viena, y a partir de sus charlas conocemos algunos aspectos de la vida de este último. De origen más bien modesto, Suvorin acaba convirtiéndose en un prestigioso pianista. El paso del tiempo, alguna peculiarísima decisión y la muerte de su mujer le alejan de los escenarios y marcan su declive. En principio, nada demasiado sorprendente, pero que gana intensidad en cuanto nos detenemos en algunos aspectos de su historia.
Nuestro protagonista es un hombre compacto y de rasgos vulgares: ‘En el fondo él era como un campesino, con la estatura de un campesino y los huesos de un campesino, un hombre de mente simple y clara’, lejos por tanto del divismo romántico o la genialidad arrebatada del virtuoso. No recuerdo si es el narrador o el mismo Suvorin quien se define como un obrero de la música, alguien que la domina, conoce sus claves y la ejecuta con maestría sin dejar de ser un tipo normal. Al caer el estereotipo del genio con su punto de locura, el personaje, privado de extravagancia, gana claramente en cercanía.
El carácter de nuestro hombre, poco proclive al aspaviento, le provocará algunos problemas. Suvorin termina sus conciertos simplemente cruzando las manos sobre el pecho, le disgustan las ruidosas manifestaciones de entusiasmo tan habituales, pero no solo eso: quizá desde una comprensión especialmente profunda de la música, aborrece los aplausos, entiende que la interpretación de una pieza debe concluir con un silencio respetuoso y no con un estallido de vítores que violentan su espíritu y lo echan a perder. Pueden parecer manías de artista, igual que lo que se cuenta de Sviatoslav Richter (también en el libro), obsesionado con tocar siempre más lento de lo que el público esperaba. Pero esa convicción de Suvorin, espoleada por una simple casualidad, le hará cambiar el rumbo de su carrera, lo que, entre otras consecuencias, le provocará a su vez algunos problemas con las autoridades soviéticas, poco inclinadas a admitir originalidades incluso en el mundo de la cultura.
Los vaivenes de su trayectoria y la pérdida de su esposa son circunstancias que irán determinando el declinar del pianista, pero seguramente el elemento decisivo es el mero paso del tiempo. Aunque la música sigue impregnando su vida, es un hombre cada vez más solitario, con menos energía, que en su charla introduce silencios con frecuencia caprichosa y duración inesperada, a la vez empujado a recordar y resistiéndose a ello. Este tenue dibujo de la decadencia, que se lee entre líneas, tiene a Suvorin como objeto, pero no solo a él. Porque el texto es una sucesión de conversaciones entre el músico y el narrador, a la que se incorporan algunos otros personajes (reales), como el violonchelista Heinrich Schiff, y Wondraschek elude voluntariamente diferenciar del todo las voces de los que hablan. Los detectamos por lo que cuentan, pero si hacemos abstracción de los detalles, su contenido es indistinguible. Es entonces un pequeño coro de testimonios, muchas veces de apariencia irrelevante, cada uno con sus particularidades, pero que en el fondo convergen en una experiencia de la vida y un dibujo, sereno y tamizado, de la decadencia que impone la vejez y el peso de lo vivido, un proceso que es imperceptible hasta que no se observa con una perspectiva amplia, un suave descenso que embalsa recuerdos, certezas, errores, todo un caudal que fluye con lentitud hacia algo inconcreto pero cierto.
Ese aroma, tan fácil de detectar como complicado de transmitir, lo presenta el libro con eficacia y estilo, la muy buena mano de un autor al que habrá que seguir con mucha más atención.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja a continuación tu comentario. Los comentarios serán moderados y solo serán visibles si los aprueba un miembro del equipo.