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lunes, 25 de abril de 2022

Walter Tevis: Sinsonte

Idioma original: inglés
Título original: Mockingbird
Traducción: Jon Bilbao (ed. en castellano) para Impedimenta
Año de publicación: 1980
Valoración: entre recomendable y muy recomendable


El funcionamiento del mundo editorial es algo que no deja de sorprenderme, a veces por sus aciertos al descubrir talentos que emergen de golpe y de manera brillante, pero también otras veces por los vacíos existentes, por dejar en el cajón de los libros olvidados obras que deberían estar indiscutiblemente en las estanterías, no sé si de todas las casas, pero sí al menos en las de las librerías. Y, a veces, en el mundo de la cultura donde a menudo cine, televisión y literatura se cogen de la mano, hay que aprovechar cualquier éxito basado en un libro para examinar si hay algo más que sea destacable en el autor. Porque aquí estamos hablando de Walter Tevis, el autor de «Gambito de dama», pero también de «El buscavidas» y «El color del dinero». Y sorprende que «Sinsonte» hubiera pasado desapercibida hasta ahora, pues su calidad es incuestionable. Pero mejor tarde que nunca. Veamos qué ofrece.

El relato nos sitúa ya de entrada en Nueva York, a mediados del siglo XXV, en una escena inicial con grandísimas reminiscencias a Blade Runner, en la que nos encontramos en lo alto del Empire State Building, con Spofforth, un «robot Máquina Nueve», de pie en la cornisa de la azotea vislumbrando en la noche una ciudad sin apenas luces, instando «a su cuerpo a avanzar, concentrando toda su voluntad en el deseo de caer, en nada más que inclinar su cuerpo pesado y fuerte, su cuerpo manufacturado, hasta perder contacto con el edificio, hasta perder contacto con la vida» porque deseaba desesperadamente poder morir pero su cuerpo nunca iba a permitírselo, «su cuerpo —como bien sabía él— no le pertenecía. Había sido diseñado por seres humanos y solo un ser humano podía conseguir que muriera».

Con este trepidante e impactante inicio, Tevis demuestra su capacidad narrativa, su talento a la hora de crear atmósferas y situaciones que nos mantienen en tensión a la vez que nos adentran en una historia de marcados tintes trágicos y distópicos. Porque el mundo que refleja el autor es un mundo poblado por máquinas de distintos niveles (acordes a sus capacidades y sofisticación), pero también por unos humanos cuyas vidas han perdido toda esperanza. Y, entre las máquinas, Spofforth pertenece a las de más alto nivel, un Máquina nueve, «las criaturas más fuertes e inteligentes creadas por un ser humano. Él era asimismo el único de todos ellos programado para continuar con vida pese a sus deseos» porque era el último que quedaba de ellos, pues en él «se realizaron ajustes especiales en su cerebro metálico para prevenir lo que les había sucedido a los demás de la serie: se habían suicidado». Su cerebro y el de toda la serie de Máquinas Nueve era una copia del cerebro de Paisley, «un ingeniero brillante y melancólico» del que se eliminaron de esas copias sus recuerdos, aunque «fue inevitable que también pervivieran fragmentos de lejos, sueños, de anhelos y de angustias. No existía modo de erradicarlos de las cintas sin dañar otras funciones». El cuerpo había crecido en un tanque de acero y «era perfecto: alto, fuerte, atlético» y poseía la capacidad de autoregenerarse. Por ello, «Spofforth había sido diseñado para vivir eternamente, y había sido diseñado para no olvidar nada. Los responsables de tal diseño no se detuvieron a considerar cómo sería una vida semejante».

Así, nos encontramos con Spofforth, uno de los tres protagonistas del relato quién, en la Universidad de Nueva York (donde trabaja como decano) contacta con Bentley, un humano que ha aprendido a leer a través de las antiguas películas mudas y a quién encarga que grabe los subtítulos que aparecen en las películas. Y, por otra parte, Mary Lou, una mujer solitaria a quién Bentley encuentra en el zoo y con quien empieza una relación que parte primero de la curiosidad y evoluciona hacia un interés compartido en torno a la voluntad de aprender y recordar, de ampliar conocimientos acerca de las letras y el pensamiento. Ellos dos construyendo una isla aislada en la que idear un mundo nuevo que justo asoma al girar cada nueva página. Mary Lou, ese espíritu libre que despierta e insufla un nuevo aliento en la vida de Bentley, que le hace cuestionar su propia vida, una vida adormecida como la de tantos otros a base de pastillas y entretenimiento, y que se resume de manera perfecta en el siguiente diálogo:

«—¿Qué hay que saber sobre la vida? —pregunté.
—Todo —dijo ella—. Ellos nos mantienen en la ignorancia».

De esta manera, la trama avanza en torno a estos tres personajes (no contaré más para no hacer spoilers), y nos descubre un mundo triste y lúgubre, un lugar en el que las conductas son reguladas y las relaciones humanas dirigidas y supervisadas por los robots acorde a un código de conducta estricto y no invasivo que estipula la «Cortesía preceptiva» o la «Invasión de la intimidad». Tevis perfila y dibuja magistralmente una sociedad donde el contacto o el interés hacia los demás no está bien visto y en ocasiones incluso prohibido. Un mundo dominado por unos robots creados por seres humanos que pretendían idear las máquinas más perfectas para dirigir la sociedad pero que se degrada hasta encontrar un mundo sin esperanza, sin deseos ya aniquilados por las restricciones impuestas por las máquinas, sin contacto humano, sin capacidad de relacionarse, sin lecturas ni distracciones… la monotonía forzada que aboca a la desilusión y que el autor expone claramente a través de uno de sus personajes cuando afirma «esta noche he tomado cuatro sopores. No quiero recordar tanto». Una sociedad condenada a la pérdida de deseos y objetivos; a la pérdida, a la postre, de uno mismo, de la individualidad. Un colectivo de personas que no saben leer ni escribir (ni les interesa lo más mínimo), aborregado, sumiso y conforme, entregado y vacío que en ocasiones recorre a la inmolación pues ya nada tiene sentido para ellos. Un mundo sin ilusión y sin niños, pues en él no nacen bebés desde hace treinta años; solo hay personas mayores, ya abnegadas, ya muertas por dentro.

Tevis nos narra la destrucción de la sociedad, como grandes corporaciones «pagaron sobornos a los gestores municipales para desmantelar las redes de tranvía y se publicaron anuncios en la prensa para convencer al público de que era la correcto». Y cuando hubo la crisis del petróleo, las drogas y la televisión fueron perfeccionadas de modo que los coches dejaron de ser necesarios. Así, de esta manera se aisló la sociedad, a cada individuo, cortando las relaciones personales al sofisticar los elementos de evasión, «hasta desembocar en un final definitivo y previsible: el perfeccionamiento de la química cerebral». Tevis nos habla, por una parte, de la pérdida de esperanza, de la pérdida de recuerdos, de la curiosidad y la lectura, de la pérdida del contacto físico. Por otra parte también nos habla de la redención y del renacimiento, del despertar ante un nuevo comienzo. Así, el ocaso de unos coincide con el amanecer de otros, en un círculo vital de amplia duración en el que la rueda vuelve a girar para ponernos nuevamente en el inicio, quién sabe si para entender o para evitar tropezar nuevamente con nuestras propias debilidades y evitar que nos suceda, como a uno de los protagonistas, cuando afirma que «quería recuperar mi vida enterrada. La parte borrada de mi memoria. Me gustaría saber, antes de que muera, cómo es la persona que he intentado ser toda mi vida».

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