Título original: Kruso
Año de publicación: 2014. En castellano: 2017
Valoración: Muy recomendable (para una lectura atenta)
Voy a echar de menos
este libro, no quedarme más tiempo en ese lugar mental extraño e inquietante
que empecé a echar de menos a pocas páginas de un final que me hubiera gustado
retrasar hasta el infinito. Sin embargo, la experiencia ha sido ardua, un
recorrido por la ambigüedad y la indefinición de un contenido que apunta a los
márgenes y evita el centro narrativo. Esto unido a mi desconocimiento de lo que
ocurrió en ese tiempo y lugar (la costa báltica alemana en 1989) –si bien los hechos
históricos que sirven de marco son bien conocidos de todos– me sitúan en un
paisaje borroso y fascinante a la vez. Lo que aparece desdibujado está,
naturalmente, en la mente de Ed, en su personalidad, su constante tendencia a
la introspección, sus curiosas observaciones. Pero la novela ha quedado en mí y
me acompañará por mucho tiempo a pesar del carácter obsesivo de texto y
personaje, o precisamente por eso. Pero esas son mis impresiones, en cambio los
amantes de lo diáfano es probable que se aburran. No obstante, su contenido es
muy realista y sincero, aunque lo iremos descubriendo poco a poco pues los
recursos que utiliza nos conducen por terreno más cercanos a los símbolos, el
surrealismo, lo poético. Conocemos las fantasías, sueños y extrañas formas de
percibir la realidad del protagonista y no es fácil separar lo imaginado de lo vivido.
Todo cambia cuando, en el epílogo, se abandona la tercera persona y es él quien
toma la palabra para situarnos en un presente tan verosímil como descorazonador
y resolver todas las dudas pendientes. Pero así sucedió y así se cuenta.
Uno no puede huir de
sí mismo, tampoco se puede encontrar nada si no se sabe qué se busca. Pero Ed
Bendler intenta escapar de una tragedia reciente y de una situación política (la
de Alemania Oriental antes de la caída del Muro) que haga lo que haga, le
perseguirán sin que pueda evitarlo. (Veinte años después la cosa cambia, ahora lo
que hace es buscar algo, pero esto,
de alguna forma, es también una huida ya que lo que persigue es una
quimera). Todo son excusas para evadirse del mundo en que vive. Así, sin rumbo
fijo, llega a Hiddensee, (“una Isla de
los Bienaventurados, de los soñadores e ilusos, de los fracasados y los parias”),
le contratan como friegaplatos en el Klausner, un restaurante para turistas y,
poco a poco, se integra en el grupo de los trabajadores temporales (esekás) a pesar
de su natural taciturno, y acaba estrechando lazos con Kruso –Krusowitsch, hijo
de un general de origen ruso y traumatizado también por una pérdida– cuyo
nombre remite a Crusoe. Este simbolismo estará presente mientras Ed permanezca
en la isla: a él se le compara con Viernes, constantemente van apareciendo náufragos,
gente que ansía salir del país aprovechando la cercanía de la costa danesa. Las
evasiones están cuidadosamente planeadas aunque no se aportan detalles. Para
ellos, en cambio, la isla es su libertad, no necesitan huir, sobre todo porque
saben lo que se juegan. Y eso es lo que hace el lector la mayor parte del
tiempo, ir y venir por la isla, comer con los compañeros, vagabundear por la
playa, emborracharse, observar y no entender, disfrutar de la belleza del
entorno, pensar lo menos posible… Hasta que todo cambia, los bloques empiezan a
derrumbarse, el aislamiento deja de tener sentido, se produce la desbandada en
cadena y con ella la decadencia.
Aunque cuenta con un
protagonista absoluto y un secundario relevante, la novela tiene algo, o mucho,
de coral. Hay un idealismo evidente en esa especie de comuna compuesta por unos
cuantos marginados/integrados, por muy paradójico que suene. Y mucho bucolismo
también. Aunque abundan los claroscuros, por ejemplo esa insistencia en lo
repugnante, cuya función no he sabido interpretar hasta ese momento en
que, en un mundo ordenado y limpio, cuando
todo parece estar como es debido se
produce una escena que quizá por inesperada impacta más que las anteriores. El
país se ha reunificado, el comunismo ya es solo un recuerdo, pero el asco sigue
presente porque los humanos somos como somos. Además, la libertad es solo una
ilusión, la isla está tan militarizada como el resto del país y ellos no se
libran de su vigilancia, unas veces les visitan y otras les espían desde lejos.
Finalmente, con el sistema debilitado y la isla prácticamente desierta, la
presión se vuelve insostenible. Y acaba explotando, como era de esperar. Pero
Ed tiene una misión (o eso cree, la verdad es que la obsesión no se ha ido) y
la persigue hasta el final, aunque la búsqueda sea absurda, aunque lo que queda
de aquello no sea más que humo no se puede negar su constancia.
“… los papeles desprendían un extraño olor que nublaba la conciencia; no a viejo, ni a cola ni a putrefacción, no: el papel olía a enfermo. Respiré inhalando y exhalando aire, en el fondo en este mundo todo consistía en respirar con regularidad. Los muertos no estaban enterrados en Copenhague, no estaban en Bispebjerg Kirkegard. En Copenhague se les hizo la autopsia, y todos los expedientes e informes se quedaron allí. Ellos, en cambio, viajaron de vuelta al mar, fueron enterrados junto al mar, de modo provisional, invisibles, en línea.”
Ahora, a solo unas líneas del final, Seiler aporta las claves imprescindibles para obtener una
visión de conjunto. Nos ha presentado a Bendler, hemos llegado a conocerle
bastante bien, pero su vida queda en sombra excepto en la zona donde brillan
Kruso, el Klausner y la enigmática desaparecida: Sonia Krusovitch.
Traducción: Carmen Gauger
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