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viernes, 13 de agosto de 2021

Javier Cacho: Héroes de la Antártida

Idioma original: castellano

Año de publicación: 2020

Valoración: Recomendable alto


A estas alturas no quedan ya muchos rincones que explorar en el planeta, así que hacen bien los científicos en dedicarse a estudiar cómo detener el cambio climático o cómo acabar con cierto bicho que circula por ahí, o al menos domesticarlo. Pero la Humanidad ha vivido casi toda su existencia en un lugar del que conocía muy poco, y todo lo que estaba fuera de su alcance inmediato se tenía por maravilla, ya fuese paraíso o reino del terror. Ahí entraban los artistas, filósofos y teólogos a rellenar los vacíos con ángeles, monstruos o invenciones, a veces cosas más o menos sensatas, otras encantadores disparates. Nadie se imaginó que muy al Oeste de Europa existiese un enorme continente (la Atlántida era un pequeño sucedáneo), pero ya los griegos supusieron que hacia el sur, no se sabe exactamente dónde, sí debía existir una amplia extensión de tierra fértil, una especie de jardín del Edén al que llamaron Antarktikos.

Es verdad que no se tenían muy claras las dimensiones del planeta, y eso dificultaba cualquier hipótesis, pero aún más cierto es que el hombre siempre ha sido un culo inquieto, y que las ganas de descubrir cosas nuevas le han movido (afortunadamente) a no conformarse con lo conocido. Así que en cuanto los medios técnicos lo permitieron, aunque fuese medianamente, fueron varios los que se decidieron a investigar qué había de realidad en aquella suposición austral. Fue, cómo no, el gran capitán Cook, el primero en aventurarse en las lejanas y peligrosas aguas de aquellas latitudes (yo lo contamos aquí hace mucho), aunque parece que algunos marinos españoles habían visitado la zona antes, seguramente muy a su pesar. Le siguió la expedición rusa de Bellingshausen, la de Biscoe, Weddell, Ross, cada uno yendo un poco más lejos que el anterior, explorando nuevos lugares, soportando penalidades, quedando fascinados ante lo que iban descubriendo.

Javier Cacho es un científico que ha pasado largas temporadas en la Base antártica española, y se le ve entusiasmado con el sexto continente, como algo que ha constituido una parte muy importante de su vida. Unido a que nuestro autor parece un tipo inquieto, con ese saludable hambre de saber y una clara inclinación a contárselo a quienes nos conformamos con conocerlo desde el confort de nuestra vida urbana, resulta que Javier también demuestra un talento muy apreciable para narrar, y el lector se siente así sumergido en aquellos ambientes polares, angustiado ante las terribles tempestades y la visión de los imponentes icebergs, seducido sin remedio por ese escenario, terrible y fascinante, de los hielos ilimitados, la terra incognita que ningún humano había pisado antes. Ese entusiasmo y esa indudable capacidad para el relato se traducen en que Cacho ha escrito unos cuantos libros sobre la Antártida, lo que dará lugar a un problemilla que luego comentaré. Pero sigo un poco más.

En las primeras expediciones, de carácter esencialmente científico y cartográfico, se descubren enormes colonias de focas que ocupan islas y playas. Como la piel y la grasa de estos animales tenían un potencial económico enorme, faltó tiempo para que se organizasen cientos de viajes a las latitudes australes, con lo que lejanísimos parajes se llenaron de buques foqueros en busca de materia prima. Por primera vez, la llamada del dinero atrajo a expedicionarios norteamericanos, hasta entonces ausentes de aquellas aguas. Los primeros que llegaron se encontraron islas repletas de animales que esquilmaron con saña. Cacho, como buen científico, no puede evitar estremecerse ante la matanza, masiva y salvaje, de estos pacíficos habitantes del sur, aunque deja claro que la muy diferente sensibilidad del siglo XVIII no permite juzgar esos hechos desde nuestra perspectiva actual. El caso es que en poco tiempo las tierras recién descubiertas quedaron esquilmadas y, por paradójico que parezca, eso dio lugar al renacimiento de los viajes de exploración, esta vez no con la vocación directa de investigar sino con la más prosaica de buscar nuevos asentamientos de animales que generasen suficiente beneficio.

Sea como fuere, a impulsos del negocio (tras las focas vinieron las ballenas) o de los vaivenes de la moda (la exploración antártica quedaba arrinconada tras otras prioridades políticas, para volver años más tarde la fiebre de los descubrimientos), a lo largo del siglo XIX marinos, aventureros, geógrafos o cazadores fueron poco a poco penetrando entre los hielos y acercándose cada vez más al continente desconocido y, en definitiva, al Polo Sur. Por medio, experiencias terribles, paisajes sobrecogedores, tempestades infernales, el frío y el silencio, la soledad absoluta, estremecieron a cientos de hombres, muchos de los cuales acabaron sus días en el confín del mundo. En una de las más locas expediciones, dirigida por el joven belga De Gerlache, su barco quedó atrapado todo un inverno entre los hielos, siendo los primeros humanos en invernar en la Antártida. Fue desde luego por fatalidad, y técnicamente en el mar y no en tierra, pero hubo que esperar apenas un año a que el noruego Borchgrevink capitanease el primer viaje con el objetivo de pasar un invierno en aquella tierra inhóspita. 

Vamos conociendo estas últimas aventuras cuando al libro le quedan unas pocas páginas, y entonces nos preguntamos cuándo demonios van a lanzarse a la conquista del Polo el famoso Amundsen (ya presente en algunos viajes anteriores) y el no menos conocido equipo de Scott. Y no, no están en este libro, porque Cacho le dedica uno entero a la hazaña, como también al irreductible Shackleton, y nuestro texto se ha centrado en el descubrimiento (desde el mar) del misterioso continente, y no en su conquista terrestre. Es lo que tiene un autor prolífico.

Una de las partes más interesantes del estupendo libro la constituye algo que a menudo olvidan historiadores y divulgadores: el recuerdo, aunque sea a modo de glosa más bien breve, de qué fue de aquellos héroes una vez pasada su época de gloria. Salvo algunos casos excepcionales, casi todos murieron ajenos a honores o reconocimientos, algunos incluso habiendo atravesado graves dificultades económicas, en medio del abandono o el olvido de un mundo al que habían aportado fantásticos descubrimientos. Los caprichos de la Historia, o la ingratitud de los humanos, lo que cada uno prefiera.


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