Título original: The mortal immortal
Año de publicación: 1833
Valoración: Está bastante bien
Observo a veces alguna hostilidad hacia la
ciencia ficción y casi siempre se debe a una confusión entre literatura y cine
de género. Productos nefastos los hay en cualquier formato, pero a la narrativa
–que fue la que inventó este tipo de argumentos– le permite plantear grandes
cuestiones que afectan a todos los humanos. Mary Shelley fue una pionera, el
célebre y espectacular Frankenstein le dio la fama pero con él no se agotaron
ni su talento ni sus preocupaciones humanistas. Esta novela corta a veces se
cataloga como de terror pero yo no percibo
este componente, ni siquiera para la mentalidad de la época y menos aún para la
nuestra.
De cualquier forma, Shelley consigue crear un personaje con el que empatizamos fácilmente, una atmósfera novelesca que recoge los tópicos narrativos de siempre (muchacho pobre, chica huérfana recogida por una déspota podridita de dinero, el inevitable castillo, que actúa según el mito de la jaula de oro, un bucólico paisaje que sirve de marco para los encuentros, la poción mágica que cambiará el curso de los acontecimientos y la súbita fortuna del pretendiente tras aliarse con las fuerzas del mal) puestos al servicio de las especulaciones más inverosímiles. Pero una cosa es la verosimilitud de la vida real y otra la literaria, y en el marco establecido de antemano lo que se nos muestra es perfectamente creíble.
Uno de los grandes mitos de todos los
tiempos es, sin duda, el de la eterna
juventud, por otra parte, nadie duda de que la naturaleza necesita
renovarse. Según esto, se diría que esta aspiración tan humana se opone a las
leyes del universo. A no ser que nuestro deseo de permanencia no sea tan real
como pensamos, que en realidad hablemos por hablar, convencidos de que no hay
la mínima posibilidad de que algo así ocurra en nuestro mundo. ¿O el conflicto
se presenta cuando alguien está solo viviendo una experiencia semejante, tiene
que disimular para evitar habladurías y vivir sin rumbo fijo al carecer de
precedentes?
Esto de los bebedizos y estratagemas
varias para contradecir las leyes naturales tenía su tradición en el terreno de
lo mágico, dentro del género especulativo acabaría dando mucho juego en el
futuro y como punto de partida se ha usado (y abusado) de él, pero era una
novedad por entonces. Nuestro protagonista ha cumplido trescientos veintitrés años
y aparenta la misma edad que cuando bebió la pócima de su maestro. Lo hizo
confundido respecto a sus propiedades y sin pensárselo mucho. En un primer
momento todo son ventajas pero, conforme su amada va envejeciendo, comienza a
desesperarse.
Pero –y aquí viene la gran simplificación–
el superviviente, por definición, no solo pierde a su pareja, también al resto
de sus contemporáneos, tiene además que adaptarse a constantes cambios de todo
tipo y, sobre todo, su naturaleza no está preparada para tanta longevidad, lo
que acarreará, sospecho, sorpresas imprevisibles. Sin embargo, tras un
planteamiento tan audaz que, precisamente en sus manos, podría haber dado mucho
juego, Shelley pierde fuelle, de modo que su personaje no encuentra más
desventaja que un aburrimiento terrible. ¿Significa eso que tenía la vida
solucionada? Da la impresión de que sí. Pero, una vez transcurrido el período previsto,
no tiene nada que contarnos, solo que quiere acabar con su vida y no sabe cómo
hacerlo. Dos siglos y medio de más es mucho tiempo para dedicarlo solo a
lamentarse. ¿Se estaba auto censurando la autora tras plantear una realidad inconcebible
para ella e imposible de aceptar en ese momento?
Muchos siglos pero pocas páginas –unas
cuantas decenas nada más– que garantizan entretenimiento e intriga y que se
pueden leer en una tarde.
También de Mary Shelley: Frankestein o el moderno Prometeo
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