Título original:
The Lonely City. Adventures in the Art of
Being Alone
Año de
publicación:
2016
Valoración: Recomendable
“Son
muchas las cosas que el arte no puede hacer. No puede devolver la vida a los
muertos, no puede reparar las peleas entre amigos, curar el sida o detener el
avance del cambio climático. A pesar de todo, tiene funciones extraordinarias,
una extraña capacidad de negociación entre las personas, incluso aquellas a las
que nunca hemos llegado a conocer y, sin embargo, se infiltran en la vida de
otros y las enriquecen…”
La forma de acercarnos por primera vez a un libro es más
importante de lo que parece porque va a condicionar nuestra relación con él
durante la lectura, e incluso más allá. Antes de empezar a leer, solemos mirar
la portada, quizá ojeamos la sinopsis, echamos un vistazo general, todo eso
está muy bien, pero no debemos olvidar encuadrarlo en el género –o mezcla de
géneros– a que pertenece. No hablo de hacer un trabajo de investigación ni de
ser demasiado específicos sino de no confundir los propósitos del autor, y es lo
que ocurriría si, por ejemplo, pensamos que La
ciudad solitaria pertenece a un género tan de actualidad como la autoficción
porque, casi seguro, acabaríamos decepcionados. Esto, aviso, no es una novela,
aunque utilice la autobiografía con total libertad y eso suponga inventar lo
que sea menester, sino un ensayo autobiográfico. Y, para evitar confusiones, les
recuerdo que un ensayo literario es un texto didáctico que explora libremente
un asunto. En este caso, la soledad es el más evidente porque, desde luego se
habla constantemente de ella, y quizá fuese el propósito inicial de Laing, pero
analiza con tal profundidad causas y consecuencias que acaba describiendo a la
gente de esta época y a la época en sí misma, a su individualismo creciente y
preocupante.
La excusa (en el ensayo puede haberla porque la voz del
escritor suele estar muy presente) es un episodio, real o inventado, eso da
igual: en cierto momento, Laing deja Inglaterra sin pensárselo mucho para
instalarse durante algún tiempo en una Nueva York donde no tiene anclajes,
experiencia de soledad que le sirve para analizar otras vidas solitarias,
aunque siempre consagradas a un propósito artístico. Estos primeros episodios, cuando
todavía está explorando las posibilidades de su idea, muestran auténticas
rarezas, de forma que la comparación con su biografía resulta un tanto
artificial. Se adivina una intransigencia injusta, incluso con su propio
personaje, como si la soledad debiese avergonzar y el rechazo tuviese
justificación. Pero Olivia Laing, la auténtica, no parece ser la diletante que
ella misma describe. Estaba trabajando duro, documentándose y practicando una
autoindagación que la condujo a conclusiones realmente valiosas. Y
es que en ese punto, su enfoque de la soledad todavía se aproxima más a la
patología mental que a una auténtica vocación solitaria como parte de la
esencia del artista.
Incomunicación por aislamiento, silencio o incapacidad para
usar el lenguaje. Tipos que se consideran bichos raros, repelen a unos y
fascinan a los incondicionales que les dieron la fama. En su mayoría se trata
de iconos del pop: Warhol, Wojnarowicz,
Nomi, Hujar, algún artista más ortodoxo, como Hopper, o expulsados a los
márgenes y reivindicados demasiado tarde, como Darger y Valerie Solanas. A mi
modo de ver, el mayor mérito de este trabajo consiste en trasladar el conflicto
de la personalidad peculiar de los individuos a los despiadados hábitos de una
sociedad fabricante de clones que premia
la uniformidad, estigmatiza al diferente y tiende a encerrarnos en una burbuja.
Esto lo veremos mejor en el último tercio, cuando la propia Laing nos descubra su
lado más vulnerable y lo conecte con las miserias de la sociedad y su efecto en
quienes se pensaban triunfadores y resultaron ser víctimas. El daño no siempre es
proporcional a la agresión, depende de la vulnerabilidad de cada uno, pero ese
ambiente descarnado y receloso de las últimas décadas del siglo pasado, cuando
el pánico se unía a la homofobia para
despreciar a un colectivo que se veía desaparecer, cuando a la angustia por la
pérdida se sumaba la propia enfermedad está tan bien reflejado, encuentra un eco
tan exacto en la sensibilidad de la propia autora que por fuerza acaba
implicando al lector. El sida es aquí el gran drama de la segunda mitad del XX,
pero el XXI nos ha traído un aislamiento que ni en nuestras peores fantasías habríamos
imaginado: Internet obsesiona y atrapa de forma mucho más estéril que el arte. Que
Warhol se hubiese casado con su grabadora parecía en su momento una excentricidad
enorme, ahora todos estamos maniatados al móvil y ni siquiera nos hemos dado cuenta.
Un texto melancólico y relativamente pesimista que va
ganando en intensidad según avanza y en el que abundan los momentos poéticos,
descarnados, tanto introspectivos como de análisis social (“… la soledad, el anhelo, no significan que
uno ha fracasado sino sencillamente que uno está vivo”). Luego, el problema
no está en nosotros sino en un mundo donde nada ni nadie parece estar en su
sitio, donde todo es desmesurado, la sobreabundancia de información y el
vértigo de las comunicaciones nos superan y el arte se ha convertido en una
eterna pregunta que refleja nuestra perplejidad.
Traducción:
Catalina Martínez Muñoz
Gracias por la reseña kempes 19
ResponderEliminarGracias a ti por valorarla, Kempes.
ResponderEliminarMe encanto tu análisis, gracias.
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