Año de publicación: 2008
Valoración: Recomendable
Señala Juan Villoro en la solapa que cierra La Muerte de un Instalador: Enrigue transforma la vanguardia en arte funerario. Un instrumento para calibrar la era del cinismo mexicano, donde el crimen pertenece al arte de la instalación.” Hacer arte es una manera de hacer crimen. O mejor, el crimen y el arte han intercambiado estrategias y tácticas hasta hacerse inconfundibles.
Esa confusión es el tema central de La Muerte de un instalador, donde se narran las desventuras de Sebastián Vaca, un aprendiz de artista que tiene la desventura de encontrar a Aristóteles Brumell-Villaseñor, coleccionista y millonario, embaucador y esteta. Como el título de la novela indica, Brumell marcará el inicio y el fin de la obra y de la vida de Vaca. Más aún, los caprichos del coleccionista harán que Vaca se cuestione el sentido de su obra y de su realidad, que se pierda en una experiencia de degradación sin límites, y que finalmente dé su vida por la causa de la vanguardia.Las desventuras de Vaca, su sufrimiento, se convertirán, entonces, en la producción artística de Brumell, en un pasatiempo pasajero cuya única función es la de contribuir a la diversión de una élite social disfrazada de vanguardia.
Un colega de Nueva York suele decir que tenemos el mundo del arte que nos merecemos. La novela de Enrigue es fiel reflejo de ello. La novela empieza y acaba sin que podamos empatizar con ninguno de sus personajes. Detrás de todas las aspiraciones y aspiraciones de artistas, galeristas, curadores, adivinamos intereses puramente materiales. En este sistema, toda transgresión aparece formatada y controlada por un sistema que, como bien refleja Enrigue, ya no actúa bajo la forma de un museo que censura, sino de una vanguardia cínica, obsesionada con la producción de experiencias cada vez más extremas y macabras. Enrigue, además, piensa desde un contexto específico, el de México a inicios del siglo XXI, donde la arbitrariedad y la ubicuidad de la violencia toman prestada la espontaneidad del arte contemporáneo, donde la experimentación performativa con el cuerpo adquiere tintes macabros, y donde los más creativos no hacen arte, sino que asesinan.
La muerte de un instalador forma parte de un interés reciente por captar el trasfondo de un medio artístico que hace mucho que dejó de tener en su centro la capacidad creativa, única e inigualable, de la figura del artista. Lejos estamos aquí de genios románticos que desafiaban al sistema e imponían sus excentricidades. La novela dibuja un cuadro mucho más real y mucho más siniestro, con artistas que se debaten por conseguir un mínimo de financiación en un panorama superpoblado, con instituciones públicas que bailan al son del lado más violento del capital privado.Surge una pregunta: si hoy en día no resulta necesario visitar un museo o una galería para ver arte, sino que esa facultad creativa se resulta accesible a cualquier persona interesada en customizar su experiencia y justificar su originalidad, ¿por qué escribir sobre arte contemporáneo? Pues porque escritores como Enrigue consiguen la distancia suficiente para ser críticos y cómplices con ese sistema; porque consiguen realzar las semejanzas entre el ambiente especializado de la contemporaneidad artística y las pulsiones más siniestras de nuestro día a día; y porque además consiguen arrancarnos más de una sonrisa o, como en este caso, más de un escalofrío.
Y quizá sea este precisamente el punto en el que la novela flaquea un poco: en justicia, no podemos pedir un final feliz para La muerte de un instalador. Desde el título, el protagonista está destinado a morir, de la misma manera que su muerte está destinada a ser absurda. No se trata de eso. El problema es que los artistas de la novela acaban por no tener voz. Todos se pliegan, de una manera o de otra, a los desvaríos estéticos de Brumell. Llega a olvidar que otros mundos (del arte) son posibles. Hablar de agencia o de esperanza en un texto que reflexiona sobre la conexión entre producción cultural y la normalización de la violencia extrema en el México actual, sería pedir demasiado. Y sin embargo, uno se queda pensando si la ironía y la crítica negativa son el único y el último recurso frente a ese contexto. Sobre todo, porque varios artistas están desafiando esa conclusión desde su trabajo, ensayando, en su realidad diaria, finales alternativos. Con las voces de esos artistas, La muerte de un instalador sería una novela distinta.Pero también sería, creo, una novela más completa.
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