Idioma original: Castellano
Año de publicación: 2017
Valoración: Muy recomendable
“Dicen que la literatura corrige la historia.
A mí me gusta hacerlo”. Un azucarero de aluminio, un agujón dentro de una
cajita de joyería antigua color granate, una lima de uñas con el mango de
plata, los ojos de un muñeco de porcelana roto, las postales coloreadas en la
que unos padres desean a su hija un feliz aniversario (y pronta descendencia),
unos pendientes de oro con granates incrustados en forma de tréboles de cuatro
hojas hechos a partir de unos gemelos… Son las reliquias familiares de las que
se sirve Ana Alcolea (Zaragoza, 1962) para urdir estas Postales Coloradas, el viaje por la peripecia vital de sus abuelos
y bisabuelos a través de los recuerdos, emociones, silencios y leyendas que
conforman una familia, cualquier familia, todas las familias: “Ya que no puedo cambiar los desaguisados de
la historia con mayúsculas, al menos puedo corregir con las palabras los
recuerdos de los muertos, que, al fin y al cabo, ya no son ni siquiera palabras”,
podemos leer en una de sus páginas.
La novela discurre
esencialmente entre los últimos años del siglo XIX y las primeras décadas del
XX, aunque también llega a nuestros días puesto que la voz que la escritora da
a la narradora es la propia, aunque descuiden, no se trata de un ejercicio más
de aguerrida autoficción. El tono de la narración está confeccionado con
sosiego y delicadeza, como quien va recuperando un viejo mueble destartalado,
como quien va arañando con la uña en la memoria, desconchando capas de olvido
con tanta determinación como cariño y rescatando –con rigor pero también con
ficción- personas, situaciones, mentalidades y sentimientos. Así, por ejemplo,
abundan los párrafos que Ana Alcolea hace arrancar con el giro “El caso es que…” y muchas páginas
desprenden la sensación de estar metido en el susurro de una historia
desconocida pero propia, ajena y cercana.
El caso es que el
recorrido de los protagonistas está estrechamente ligado al ferrocarril. Su
llegada a Almería en 1885 detonó en Juan, de acomodada posición, la voluntad de
ligar su vida a aquel artefacto que irrumpía anunciando modernidad, prosperidad
y fraternidad, anhelos que el joven andaluz abrazaba con devoción y que le
empujaron a cortar con los suyos y partir hacia nuevos horizontes. Su primer
destino como jefe de estación fue el apeadero de la aldea orensana de Amorio,
donde casó con Agustina, cuya expectativa era más prosaica; cuidar de vacas y
progenitores, pues sus hermanos ya habían emigrado a la otra orilla del
Atlántico. De esa unión nacieron siete hijos (entre ellos, la abuela materna de
la narradora) en los destinos laborales que por diversas estaciones
–especialmente en el Central de Aragón, que iba de Sagunto a Calatayud- les
fueron encomendando, hasta establecerse definitivamente en la capital aragonesa
en 1911.
De aquel
proletario con modales de señorito, que firmaba como El Fígaro de los tormentos encendidos panfletos republicanos y que
jamás dejó de gastarse en prostitutas y cartas la parte del sueldo que luego
faltaba en la mesa de los suyos, fueron también las reglas establecidas para
los miembros de su familia que recibían una vez al mes la visita del diablo;
proveer sustento, alivio y obediencia. Sumisión disfrazada de respeto. Nada,
pues, de despilfarrar tiempo o recursos en enseñarles a leer y escribir, a
cultivarse, a cuidarse. “Las cosas son
así: o se pregunta cuando hay que preguntar y, con un poco de suerte, alguien
se va de la lengua, o uno se aguanta sin saber los secretos de la familia, que
son parte de la materia que estamos hechos”. Y así son en efecto estas
postales, humildes y modestas, apenas coloreadas para ofrecernos el retrato de
una época, de un país y de unas mujeres cuyo esfuerzo y sacrificio nos abrió la
senda por la que hoy transitamos; la semblanza de una familia como cualquier
familia, como todas las familias.
Qué buena reseña, Carlos, clara y a la vez evocadora.
ResponderEliminarOtro libro a la pila!
¡Esas pilas que no dejen de crecer! Muchas gracias Beatriz.
ResponderEliminarYa sé que lo importante es el libro, Carlos. Difundir la obra. Pero yo no puedo evitar mencionar que leerte a ti es un verdadero placer.
ResponderEliminarBueno, empiezo la semana destilando rubor, aunque mi autoestima y yo agradecemos infinitamente los piropos. Pero es que la novela de Ana Alcolea está muy bien...
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