Título original: My Life on
the Road
Año
de publicación: 2015
Valoración:
Recomendable
Contra lo que pudiera parecer a la vista del título, este no es exactamente un libro de viajes. Podríamos considerarlo más bien la crónica de una parte del activismo político-social estadounidense en los últimos cincuenta años. En él encontramos mucho idealismo, obstáculos que derribar, hallazgos ideológicos, personajes abnegados y personalidades inmovilistas, los vaivenes sociales producidos durante todo ese tiempo, un esfuerzo titánico y sostenido, procedimientos para unificar criterios disparares cuando el objetivo es mejorar la vida todos y –eso es cierto– mucha, mucha carretera.
Gloria Steinem (nacida en 1934) es una
activista comprometida desde los años 60 con la causa del feminismo y, en
general, con la defensa de los más débiles que, a consecuencia de haber vivido
una infancia viajera, no pudo sustraerse al gusanillo del nomadismo, emprendido
con un propósito altruista, del que no se ha desprendido hasta hoy.
Mediante un sinfín de jugosas
anécdotas, Steinem muestra lo que se ha ido logrando en toda una vida de
militancia, en la suya y en la de otras personas, pero sobre todo cuenta lo que ve. Es una observadora
vivaz que aprende de sus compañeros, sí, pero todavía más de la gente, pues
considera que tanto los individuos como pueblos y culturas minoritarias tienen
mucho que aportar a la convivencia de todos. En consecuencia, escucha, toma
nota, pone en relación a unos con otros para que se enriquezcan mutuamente e
intenta que toda esa efervescencia obtenga una repercusión en diversos ámbitos.
Tan esencial le parece modificar ciertas leyes como recaudar fondos de
particulares, conseguir apoyo económico estatal para proyectos concretos,
derribar prejuicios, cambiar mentalidades o mejorar infraestructuras. Había
mucho que hacer cuando empezó y, a pesar de lo conseguido, todavía queda más
que entonces, porque el horizonte se va ampliando.
Lo mejor de todo es que, a través de
sus propios descubrimientos, de sus constantes sorpresas y su curiosidad sin
límite, vamos conociendo un poco mejor ese país inmenso que es Estados Unidos,
lejos de tópicos interpuestos y de intereses publicitarios. La estructura, y
esto me parece un hallazgo, no se basa en un criterio cronológico sino
temático. Una temática muy personal y aparentemente arbitraria, que se inicia
con la huella que dejó en ella el espíritu viajero paterno y va ampliando el
foco hasta llegar a las culturas indígenas. En el recorrido encontramos una
descripción, y defensa apasionada, de lo que representan las asambleas
ciudadanas para la consecución de determinados objetivos, un alegato a favor
del viaje colectivo por lo que supone de experiencia vital, la enorme cantidad
de savia nueva que la universidad aporta año tras año, la inyección de
adrenalina que supone entusiasmarse por causas propias o ajenas y el conjunto
de experiencias exóticas que se viven cuando alguien con la curiosidad que ella
tiene transita por el mundo.
Toda esa multiplicidad de relatos le
obliga a sintetizar, a dar primacía a la cantidad en detrimento del contexto. En
esos casos la lectura se hace algo monótona, pero pronto recupera la energía y la
descripción de ambientes y actitudes nos devuelve la posibilidad de conmovernos.
Recordemos que se trata de una crónica que atraviesa varias décadas y que el
simple recuerdo personal así como la recopilación de datos supone un esfuerzo
considerable.
El propio lector emprende un largo
viaje, visita todo tipo de lugares, acaba implicado en las problemáticas, pero
sobre todo llega a conocer todo un repertorio de individuos a cual más pintoresco,
profundiza en la idiosincrasia de Estados Unidos, se impregna de colorido local
y se encariña con un puñado de gente entrañable (como Florence Kennedy, como el
padre Harvey Egan, como Wilma Mankiller o como Bella Abzug) que han acompañado
a la autora a lo largo del tiempo y que acabamos admirando tanto como ella e,
incluso, a sentirlos también un poco nuestros.
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