Idioma original: inglés
Año de publicación: 1977
Valoración: Está bien
No lo niego. Resulta inevitable simpatizar, ya desde las primeras
páginas, con ese protagonista fracasado, portador de de unas secuelas –más bien
bochornosas, por cierto– adquiridas durante (mira por donde) la guerra civil española,
que, a pesar de una penuria económica que apenas le deja margen de maniobra, intenta
abrirse paso en el mundo detectivesco.
Porque C. Card tiene un caso y, por tanto, todas las
esperanzas de que su suerte esté a punto de dar un vuelco. Aunque existe un pequeño inconveniente: le han contratado
con la condición de que vaya armado a la cita y se encuentra con la cartera
vacía y ni una bala en el revólver.
“Era un malentendido evidente.Asombroso.Creyó que yo era un maleante.Yo solo había ido allí para pedir prestadas unas balas.”
Esa ironía, a lo Gila, que utiliza el absurdo con toda
naturalidad, resulta bastante efectiva. Así que vamos bien. De momento.
Queda claro que es un habitual de los sablazos, así que
no parece que vaya a encontrar quien le preste un céntimo. Pero su característica más
relevante es la facilidad para evadirse. Su refugio es una Babilonia fabricada
a medida donde puede realizar cualquier hazaña y donde logra todos sus
propósitos. Este hábito de soñar le inhabilita en la práctica pero no puede
librarse de él. Vive, pues, entre dos mundos. El real no es mucho más cuerdo y
lógico que el otro, pero en él el fracaso existe. ¿Cómo no identificarse con un
planteamiento así?
Naturalmente, esperamos que nudo y desenlace estén a la
altura pero resultan más bien flojos. Si buscamos algo más que unas cuantas
situaciones a cual más jocosa –y, eso sí, mucha Babilonia de relleno que le
sirve para incrementar páginas sin demasiado esfuerzo y con, más bien, poca
sustancia– la decepción está servida. Y, por supuesto, vamos listos si
esperamos que alguno de los personajes tengan la más mínima consistencia,
incluido el policía, el vigilante de la morgue o la bella potentada que bebe cerveza
como un pez.
Richard Brautigan tiene sus adeptos, incluso puede
considerarse un autor de culto. No me cuento entre ellos, aunque entiendo la
fascinación que ejerce esa literatura canallesca, productora de antihéroes,
cuyos principales recursos son el sarcasmo y las situaciones delirantes. Nada
que objetar: con esos mimbres, el resultado podía haber llegado a altas cimas. Pero
Brautigan, desde luego, no es Jean Genet, y Un
detective en Babilonia está llena de trucos efectistas que quedan sin
desarrollar, supongo yo, por simple comodidad de su autor. Hasta en el
subgénero humorístico –y puede que aún con más motivo– es preciso ser rigurosos. En este caso, tenemos
una obra ligera, simpática, con algún hallazgo interesante, un excéntrico
personaje que podría haber dado mucho más juego y un trasfondo metaliterario
que no puede justificar por sí solo todos los puntos flacos del texto.
Hay amargura en ese humor, creo, también mucha acidez,
pero su alcance social es limitado y, por tanto, no puede calificarse de
sátira. Se le ha encuadrado en el género negro, pero yo la veo más bien como
una parodia de este pues, aunque inicialmente lo pueda parecer, ni hay
intención de resolver ningún misterio ni de analizar con mediana profundidad el
ambiente que describe. Cuando parece que va a mostrar las costuras de los bajos
fondos, realiza una hábil pirueta que busca la carcajada fácil y nos acaba
enfrentando con la cara más banal de lo grotesco.
Del mismo autor: La pesca de la trucha en América, El monstruo de Hawkline
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