Título original: Traité d’athéologie
Año de publicación:
2005
Valoración: Muy
recomendable
No es
fácil construir un edificio teórico que eche por tierra la mayor parte de las
construcciones de pensamiento elaboradas a lo largo de la historia. Como el
propio Onfray se apresura a destacar, muchos de los considerados grandes
iconoclastas (Kant, Voltaire etc.) no han acabado de situarse en un terreno
estrictamente materialista, la figura de Dios casi siempre ha tenido un lugar,
por mucho que se le haya postergado o se haya diluido su figura. También hace
falta valor para afirmar lo que se piensa y recabar las pruebas que lo
confirman en un mundo que protege voluntariamente las creencias como medio para
asegurarse la docilidad y la ignorancia y que, como mínimo, tacha de
irrespetuosos a quienes se atreven a apartarse de la norma. Un dato, hasta 1729
no se publicaría la primera obra auténticamente atea, escrita a lo largo de su
vida por el filósofo Jean Meslier, y que no vio la luz hasta después de su fallecimiento.
Tendría que pasar más de un siglo para que Nietzsche derribase los fundamentos
teológicos del pensamiento occidental permitiendo construir una nueva ética.
Evadirse, construir
mundos a medida y refugiarse en ellos es una manera de aliviar tensiones
vitales, el problema surge cuando esas fantasías se confunden con lo real, más
aún si condicionan toda nuestra vida impidiéndonos hacer lo que nos plazca, nos
subordinan a otras personas e incitan a perseguir a los disidentes. Inventar
una realidad paralela no estaría mal si no pagásemos un precio tan alto, afirma
el autor. Y lo cierto es que existen otros espacios, mucho más inocuos –arte,
espectáculos, literatura– para permitirnos olvidar lo inmediato siempre que nos
apetezca.
No oculta
Onfray su animadversión dirigida, nunca hacia los creyentes –que considera, en
cierto modo, víctimas de un complot nefasto– sino hacia los promotores de un
estado de cosas que no por remontarse a tiempos remotos ha dejado de provocar
sufrimiento.
“No siento odio por los que se arrodillan sino la certeza de nunca transigir con los que invitan a esa posición humillante y los mantienen en ella. ¿Quién podría despreciar a las víctimas? ¿Y cómo no combatir a sus verdugos?”
Para
desautorizar al ateísmo se empezó condenándolo
a la invisibilidad más absoluta. Tanto es así que el término que lo designa ni
siquiera ha logrado una acepción positiva en los idiomas; se le conoce por la
mera negación, porque “es lo contrario de”. No existe un término que se refiera
a él por sí mismo sin tener que relacionarlo con nada. Y, por si fuera poco, se
le considera un insulto en todas las culturas. Ateo “es el personaje inmoral, amoral e inmundo, culpable de querer saber más...”
Pero ser
ateo no es otra cosa que recuperar la salud mental –perdida con la desaparición
de los Dioses paganos–, librarse de imposiciones emitidas por los que se
proclaman intermediarios de la voluntad divina y disfrutar de la vida plenamente.
Existe un motivo claro para esta última recomendación pues, como el autor se empeña
en demostrar a lo largo de varios capítulos, las religiones monoteístas –por medio
de prohibiciones tan absurdas como numerosas– han destruido a conciencia las expectativas de felicidad de los creyentes. Es
más, lo que en realidad aportaron y aportan al subordinar este mundo al otro –e
impedir cualquier goce a nuestro alcance con la excusa de que, si renunciamos a
ellos, los recibiremos con creces en la otra vida– no es otra cosa que la
pulsión de muerte.
Estas
patrañas, producidas por un oscurantismo ancestral, se combaten fácilmente
instruyendo. La enseñanza ha de servir, pues, para estimular el raciocinio, no
para repetir letanías, jaculatorias, suras o cualquier frase destinada a anular
la capacidad crítica del neófito.
“… Dios elimina todo lo que se le resiste. En primer lugar, la Razón, La Inteligencia, el Espíritu Crítico. El resto sigue por reacción en cadena…”
Pero no
queda ahí la cosa. Todo, hasta la mayor de las tropelías, les está permitido a
quienes hablan y actúan en nombre de Dios: “Es
hora de que se deje de asociar el mal del planeta con el ateísmo. La existencia
de Dios, me parece, ha generado en su nombre muchas más batallas, masacres,
conflictos y guerras en la historia que paz, serenidad, amor al prójimo, perdón
de los pecados o tolerancia.” Y no hablamos solo del pasado; al contrario
de lo que parecen indicar algunos signos superficiales, en la sociedad actual,
el cristianismo continúa vigente, influyendo incluso en la orientación de
disciplinas tan aparentemente neutras como la medicina con sus limitaciones
éticas y el derecho fundamentado en el libre albedrío. Pero también filosofía,
estética, política, filosofía…
Sobre
estas bases, y tras repasar las circunstancias históricas que dieron lugar a
judaísmo, cristianismo e islamismo, se explican los procesos que desarrollaron los
grandes mitos teístas, generadores de un pensamiento y un comportamiento que
abarcan todas las culturas y que han permanecido hasta hoy.
Parece que esta semana va de ensayos!
ResponderEliminarMuy buena reseña. Me ha encantado.
Reseña muy rigurosa. Gracias por el blog. Pd: alguien ha leído anti-manual de filosofía?
ResponderEliminarMuchas gracias a los dos.
ResponderEliminarNo, Anónimo, todavía no he leído ese libro, pero no te quepa duda de que seguiré leyendo a Onfray y reseñándolo.
Como dijo alguna vez el gran Sade: "La idea de Dios es el único error que no le puedo perdonar a la humanidad".
ResponderEliminarBueno, la humanidad entera tampoco es responsable del asunto, no hay que generalizar ya que, por fortuna, siempre ha habido -y habrá- honrosas excepciones.
ResponderEliminarDe acuerdo, es lo único que nos redime del completo desastre. Acertada reseña, por cierto. Recomiendo otro libro llamado "Dios no es bueno" de Christopher Hitchens. Saludos.
ResponderEliminarGracias por partida doble, buscaré el libro cuando acabe con mi lista de pendientes.
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