Fecha
de publicación: 2012
Valoración:
Está
bien (sobre todo como manual de consulta)
Probablemente, lo único
malo que tiene este ensayo es que procede de una tesis doctoral, presentada el
mismo año de su publicación y resumida para editarse comercialmente. Todo lo
demás reconozco que es irreprochable. Empezando por la formulación de una
realidad comunicativa que todos intuimos pero, a la hora de la verdad, dejamos
que pase desapercibida sin prestarle la atención suficiente. Sin olvidar sus
propósitos didáctico y ético, la organización del contenido, claridad de la
prosa, elección e idoneidad de los ejemplos, autoridad y abundancia de citas y
hasta oportunidad en su fecha de aparición.
¿Qué ocurre entonces?
Pues que, quizá, su autor no ha dejado pasar el tiempo suficiente entre una y
otra redacción y el influjo de la primera constituye un lastre para la segunda,
que pretende ser concienzuda y completa y nace ya machacona y redundante. Se
diría que Grijelmo ha querido predicar con el ejemplo evitando ese silencio del
que habla para no dar lugar al sobreentendido ni a la ambigüedad y ser todo lo
meticuloso posible, pero en mi opinión se ha excedido con creces.
A pesar de todo, lo he
leído de principio a fin –con la esperanza de que empezase pronto con las
cuestiones prácticas y dejase de abrumarme con los mismos contenidos una y otra
vez– y no pienso olvidar ninguna de sus virtudes que, desde luego, son muchas.
En primer lugar, el
punto de partida. Esa formulación que mencionaba antes consiste en que
distingamos entre el contenido literal de un mensaje y el significado que
percibe el receptor, pues muchas veces no se corresponden, bien por
manipulación consciente, bien por incompetencia. Porque entre lo que se dice se
oculta lo que se sobreentiende, o lo que manifiestamente se calla, amén de otras
manipulaciones bastante evidentes.
Hablaba de oportunidad
porque en esta época de demagogias diversas, es muy conveniente advertir a
público, periodistas e, incluso, jueces, de que la mentira no está solo en el
qué sino en el cómo. Y esto es así, como muy acertadamente se explica en la
obra, porque el cerebro del destinatario no es libre para elegir lo que descifra,
ya que, automáticamente, recibe el mensaje envuelto, con la mayor habilidad, en
silencios Es cierto que el cerebro cuenta con filtros eficientes, pero estos
solo se ponen en marcha cuando existe un motivo para desconfiar de quien habla o
escribe, y habitualmente lo que se establece es un pacto implícito de confianza
comunicativa que nos deja bastante indefensos.
Sin embargo, insisto,
que para llegar a estas conclusiones no hace falta elaborar tipologías del
silencio que resultan irrelevantes para la cuestión que nos ocupa, ni agotar
todas sus implicaciones desde un punto de vista filosófico. Enseguida queda
meridianamente claro que el silencio, total o parcial, significa algo siempre y
también de qué forma lo hace en cada caso. Además, se nos invita a recordar que
el mensaje completo se compone de lo que se dice más lo que se calla. Y este
será el punto de partida que servirá para entrar en materia.
Para hallar los
ejemplos más explícitos de este silencio significativo solo hay que echar una
ojeada a los titulares de los periódicos. En cada uno de ellos, y según el
matiz que aportan ciertos elementos implícitos hábilmente dosificados, las
noticias adquieren sentidos muy alejados entre sí. Esto es así porque, según Sánchez
García citado en esta obra:
“La manipulación informativa no consiste en difundir informaciones que contengan falsedades, sino en dar a entender lo que no es.”
Esta técnica contiene
el valor añadido de no comprometer a nadie –al menos mientras siga vigente en
España la actual legislación–, puesto que aquello que cualquiera puede percibir
claramente no aparece de forma explícita. Unas veces será el contexto lo que
añadirá ese sentido adicional, otras el ambiente, o bien el orden en que se
presentan las palabras, o, simplemente, una frase vecina que la mente del
lector percibe como la causa o consecuencia de la noticia, tal como desea su
redactor aunque el nexo causal que corresponde no se encuentre en el texto.
Estos procedimientos, que han alcanzado su máxima expresión en los regímenes
totalitarios, se utilizan en cualquier rincón del planeta, incluidos los
estados más reconocidamente democráticos. Nos conviene pues estar prevenidos y
alerta, sobre todo porque –como demuestran los numerosos ejemplos de sentencias
absolutorias aportados en las últimas páginas– no es fácil demostrar ante los
tribunales la culpabilidad del redactor.
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