Idioma: ruso
Año de publicación: 2013
Traducción: Marta Rebón
Valoración: recomendable
En 1978 se publicaba en Alemania la novela El fiel Ruslán del Georgui Vladímov, cuyo cuento "Los perros", reescrito durante años hasta convertirlo en la novela que analizamos ahora, no pudo publicarse en 1965 debido a su contenido político y circuló de manera clandestina a lo largo de más de una década.
Adoptando
el punto de vista del perro para explicar la inhumanidad del sistema soviético,
la narración parte de una situación que se produjo en la Unión Soviética a
finales de los años cincuenta, cuando los cambios introducidos por el dirigente
Nikita Jruschov permitieron la
liberación de millones de prisioneros y el desmantelamiento de parte del
sistema soviético de los campos de trabajo.
La historia arranca con la imagen de Ruslán, un perro guardián que ha pasado la vida en un campo de trabajo del Gulag soviético, un perro “del todo normal, hijo legítimo de ese perro primitivo al que el miedo a las tinieblas y el odio a la luna habían empujado al fuego que ardía ante la caverna del hombre, obligándolo a sustituir la libertad por la fidelidad”. El animal se ha limitado hasta el momento a cumplir con el deber y, movido por agradar al Servicio, obedece a su amo, un hombre despiadado y sin escrúpulos que, al igual que Ruslán, es un eslabón más de la cadena amo-esclavo a partir de la cual se constituye el Partido.
Habituados
a seguir órdenes, los perros guardianes deben hacerse cargo de su libertad de manera repentina. De la noche a la mañana, los campos
se vacían y los guardias, a quienes aman y
obedecen incondicionalmente (ya sea movidos por el amor o por el miedo a
recibir un castigo o un disparo letal), los abandonan a su suerte.
De esta forma, todos
ellos, amos, prisioneros y, sobre todo, los perros, deberán adaptarse a esta
nueva situación, pero, ¿cómo ejercer una libertad recién descubierta cuando
alguien sólo ha conocido la servidumbre y la obediencia? Ruslán se muestra
incapaz y continúa aguardando la vuelta del amo, el regreso al campo de
trabajo, una vuelta al pasado que nunca se produce, situación que provoca el
desánimo del protagonista: “¡Mal, todo
iba muy mal! Y lo peor no es que estuvieran cansados de esperar. Estaban
cansados de creer. Aturdido, deprimido por todas estas desgracias, Ruslán yacía
sobre la acera con los ojos cerrados. Los viandantes pensaban que se estaba
muriendo. En esos casos, el género humano se divide en dos clases: los que te
esquivan con temerosa compasión y los otros, los de corazón más duro, que
simplemente pasan por encima de ti. Ruslán, concentrado como estaba en el dolor
que le quemaba el estómago y las encías, despellejadas por la nieve, no se daba
cuenta ni de unos ni de otros. Últimamente comía nieve a menudo para aliviar la
sed y las náuseas que le provocaba el hambre. De pronto se acordó de que ese
día no había corrido hasta el campo de prisioneros. Horrorizado […] le asaltó un miedo terrible, como si lo
aguardase un castigo desconocido.”
Es
en ese punto donde la libertad y la toma de decisiones se despliegan como un
horizonte gélido e inabarcable frente a la confundida y desconcertada mirada de
Ruslán, figura en la que se condensan la duda, el estupor y la incomprensión. Acorralando
la mirada alucinada del animal, están la nostalgia y el recuerdo del campo de
trabajo en el que el sabueso desempeñaba una función clave a la hora de
escoltar a los prisioneros y de encontrar y capturar a aquellos infelices que se
aventuraban a probar el sabor amargo de una fuga frustrada.
Y
como música de fondo, una profunda y sincera reflexión sobre la levedad del
hombre, el miedo a la libertad y la insignificancia de su vida frente a la
brutalidad del régimen soviético o, a fin de cuentas, de cualquier tipo de
régimen dictatorial: “Nuestro pequeño
globo, ceñido, cubierto de cicatrices, de fronteras, de vallas, de
prohibiciones, volaba rodando en los confines siderales, sobre las puntas de
las estrellas, y no había un palmo de su superficie donde alguien no custodiase
a otro, donde prisioneros, con ayuda de otros prisioneros, no montasen guardia
sobre unos terceros prisioneros –y sobre sí mismos- para evitarles el peligro
mortal de un sorbo de más de esa azul libertad. Sumiso a esta ley, la segunda
después de la gravedad, Ruslán, centinela permanente y voluntario, montaba
guardia sobre su vigilado.”
Al
igual que la nieve despelleja y daña las encías de Ruslán, las palabras de
Vladímov hacen lo mismo con el corazón del lector. Estamos ante una prosa
sobrecogedora, ya que la realidad que se relata, desnuda, glacial y certera
como el invierno en el gulag, se abre
paso y nos lanza a modo de puñetazo toda la vileza de la que es capaz el ser
humano: “… Cualquier criatura golpeada
por una desgracia se arrastra hacia el lugar donde ya una vez sufrió mucho y se
recuperó, pero Ruslán […] No tenía
ningún lugar adonde volver. Su amor
mezquino y monstruoso por el hombre había muerto para siempre, y no conocía
otro amor, no podía llevar otro tipo de vida. […] Había llegado a saber bastante del mundo de los bípedos, impregnado del
olor de la crueldad y la traición.”
Tumbados en la cama o en nuestro rincón de lectura, no podemos sino arrugarnos poco a poco y removernos incómodos porque, de algún modo, el frío, la idea de obediencia, nuestra condición de siervos frente a este o aquel sistema y el comportamiento inhumano que describe la prosa de Vladímov se nos cuelan por dentro y nos arrastra hacia el paisaje nevado en el que se descompone el cuerpo del pobre Ruslán.
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