Título original: The Fishing-boat Picture
Año de publicación: 1959
Las elipsis pueden ser, en ficción, un mal síntoma: evidencian la falta de inventiva del autor, su incapacidad para cerrar debidamente su argumento. Pero hay casos en que esa intriga que deja en el lector, el velo que tiende sobre una parte del cuadro para ocultarlo a nuestra vista, amplía la sensación de realidad. Porque la vida es exactamente así: nunca lo conocemos todo, son, precisamente, los ademanes, chismorreos, alusiones, hallazgos casuales, coincidencias, el material con el que habitualmente tenemos que componer una conclusión más o menos certera. Si en este relato algo percibimos claramente es el fracaso, el malentendido, pero también la sensación de que, en la medida de lo posible, algo se ha enmendado al final.
La verdad es que comencé a leerlo con una sensación de futilidad. Lo que Sillitoe me estaba contando parecía de lo más intrascendente, sobre todo, porque acababa de leer una grandísima historia, excelentemente contada, en el mismo volumen que tenía entre manos. Estaba de todo menos predispuesta a impresionarme. Y lo mejor es que no lo hice. La narración fue penetrando tan fluidamente como el agua de un vaso, tan sin estridencias que solo en el último momento me di cuenta de hasta qué punto había conseguido conmoverme.
Lo que se nos presenta no son más que un puñado de hechos nimios narrados en primera persona y protagonizados por gente común. La acción se sitúa en los períodos previo y coincidente con la segunda guerra, a la que se menciona de pasada y solo para marcar la cronología. No hay alardes estilísticos ni estructurales, lo que intensifica la sensación de realidad. El protagonista es un solitario cartero, aficionado a la lectura que se casa con su novia de siempre. Pocos años después, según parece, el carácter fuerte de ella hace naufragar el matrimonio. Es mucho más tarde, transcurrido otro buen trozo de vida en el que cada uno ha seguido su rumbo – más apacible el de él, más tormentoso, por lo que podemos intuir, el de ella –, las experiencias han dejado su huella y sedimentado los caracteres de ambos, cuando ellos mismos y el equipaje que llevan a cuestas tienen otra oportunidad de confrontarse. De lo que sucede externamente entre ambos no hay gran cosa que destacar. Los gestos y las palabras son mínimos, no ocurre nada extraordinario, el autor se limita a describir someramente lugares, objetos, movimientos; los diálogos son banales y escuetos, no se muestra más que el decorado, nada de lo que se desvela importa. Todo es tan anodino como el cuadro colgado en la pared, que perteneció a ambos, que ella pide y que él le regala sin pensarlo. Y, sin embargo, un enorme cataclismo está teniendo lugar en el interior de uno y de otro. Los sentimientos de Harry, sus dilemas y motivaciones vamos comprendiéndolos, a medida que el tiempo transcurre, de esa forma insensible que señalaba antes. Los de Kathy apenas podemos explicárnoslos, tenemos que intuirlos por medio de pistas, algunas incluso contradictorias, que esbozan una vida mucho más torturada de lo que ella querría dar a entender. Parece intentar salir de ese estado, que solo intuimos y no se explicita nunca, pero se conforma con ir desenrollando muy lentamente la madeja invisible de una petición muda, puede que una súplica, que el lector, como el protagonista, no es capaz de entender hasta el final. El repertorio de gestos, la conversión de hechos banales en ritos – esenciales aunque no lo parezca –, los abundantes silencios, dejan traslucir la humildad y la vergüenza de ella, al reconocer, quizá, en su fuero interno, su tremendo error, el de no haber sabido valorar lo que tuvo, también la desesperación de quien no encuentra otro tablón al que agarrarse y oculta su triste situación, más que por orgullo, por pura dignidad. Pero, si esperaba ser comprendida sin tener que expresarlo con palabras, fracasó completamente: él estaba deseando entender, solo tenía que haber sido un poco más explícita.
Espero que a Sillitoe – que también utiliza ese método aquí – no le suceda lo mismo.
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