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miércoles, 21 de marzo de 2012

Julio Llamazares: El cielo de Madrid


Idioma original: español
Fecha de publicación: 2005
Valoración: Se deja leer

Aunque se trate de Julio Llamazares, a quien tengo en un altar desde que leí La lluvia amarilla , he de reconocer que esta novela flojea bastante. Y no le encuentro disculpa, pues alguien capaz de escribir una opera prima tan conmovedora y rotunda como ésa sabe reconocer lo que es o no válido. Más aún si el asunto fundamental de la novela en cuestión es el proceso creativo en sus diversas facetas, la autenticidad del autor, el compromiso con la propia obra y hasta la posibilidad de prescindir, a favor de ésta, de cualquier vivencia absorbente.

Sin embargo los ingredientes son prometedores. Escenario: el Madrid en el que se gestó la mítica movida, sus locales, sus barrios, todos los rincones que vemos ahora dorados por la pátina del tiempo. Los personajes: un grupo de bohemios que intenta abrirse camino en sus respectivas vocaciones mientras se divierte todo lo que puede y más; un asunto, el proceso creativo, y una promesa de lo más atractiva: apartar el velo del críptico sector del arte, describir las artimañas que mueven sus hilos, revelar sus estrategias, en una palabra, desenmascarar a un sector que, como el mismo autor señala, oculta celosamente sus movimientos. Es probable que, al sustituir la profesión de escritor por la de artista plástico, Llamazares haya irrumpido en un terreno que no maneja tan bien como su personaje da a entender. La labor de documentación hubiera sido aquí imprescindible. Contaba, además, con una gran baza, la época, los heroicos 80, que podían haber cautivado a todo el mundo a poco que se hubiesen recreado sus ambientes. En lugar de esto, se escoge la forma más cómoda de narrar, sustituyendo el desarrollo de los hechos por superficiales confidencias del protagonista, la confrontación entre personajes por la opinión particular del escritor. De forma que estos, en lugar de cobrar vida en sus palabras, continúan fosilizados en su mente. Pero si no los vemos actuar, no los conocemos y, por tanto, no podemos amarles ni nos interesa gran cosa lo que sienten. Y como lo que se nos cuenta es únicamente eso, acaba por aburrirnos.

El Madrid de entonces y sus emblemáticos templos, que nombra pero no describe. Literatura, política, pintura, amistades, ideología, comercio… Amores, mentiras y conspiraciones por los que ni siquiera llega a pasar de puntillas, más bien los sobrevuela dejándonos con la miel en los labios. Un cóctel explosivo que se adueñó de la vida madrileña y del que quedó un original sedimento en todos los campos del arte.

¿Cuánto hay de Llamazares en la persona de Carlos? Algunos elementos son más que evidentes. La búsqueda del propio camino y de un lugar en la nómina artística de entonces, la frustración, el desánimo, la lucha y, sobre todo, la imprevista llegada del éxito, con sus trampas y las dudas que genera en él. Pero el tono intimista que emplea no es más que una disculpa para ahorrarse trabajo. Si el protagonista recuerda a amigos concretos, o bien confiesa que la vida se ha vuelto una vorágine, si ha conocido a tanta gente que el nuevo ritmo se le hace insostenible, la trama exige que retrate a esos amigos o nos muestre esa intensa vida social. Sobre todo si la alternativa es un tono monocorde, repeticiones constantes de ideas y de frases enteras y un último fuego de artificio que, si bien saca de la chistera en el último momento, se había visto venir en dos o tres pinceladas que el lector atento ha registrado y cuya intención habrá adivinado hace tiempo. Pero ese interlocutor sorpresa – de cuya existencia ya deberíamos estar enterados si no se nos hubiera escamoteado gran parte de la información –, no justifica la enorme palabrería, la prosa desaliñada, ni siquiera si ambas van salpicadas de sabrosas observaciones que nos hacen pensar.


También de Julio Llamazares: La lluvia amarilla, Luna de lobos

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