Título original: Eichmann in Jerusalem
Idioma original: inglés
Año de publicación: 1963
Valoración: Muy Recomendable
El 11 de mayo de 1960 Adolf Eichmann, el comandante de las SS encargado del traslado masivo de judíos en tiempos de Hitler para su deportación en los primeros años y con destino a su exterminio más tarde, fue capturado ilegalmente en Argentina (donde vivía desde el fin de la guerra bajo la identidad de Ricardo Klement) por agentes israelíes, secuestrado y, tras obligarle a firmar un documento declarando que viajaba por voluntad propia, trasladado a Jerusalén donde en 1961 tiene lugar un sonado juicio que culmina ratificando la acusación de crímenes contra la Humanidad y condenándole a morir en la horca. Sentencia que sería ejecutada en la prisión de Ramla la madrugada del 31 de mayo de 1962.
En 1996 se estrenó The man who captured Eichmann película estadounidense rodada en Argentina para consumo televisivo. Más reciente es Eichmann, la coproducción húngaro-británica rodada en 2007 y dirigida por Robert Young que se basa en las confesiones de éste al capitán Avner Less durante el juicio.
Entre el público que presenció aquel juicio se encontraba Hannah Arendt, filósofa, periodista y analista política, que unos meses después redactaría este completísimo informe. Aparte de su excelente documentación, organización de datos y agudeza psicológica, lo más destacable de él es su sólida argumentación y, sobre todo, el sorprendente enfoque que elige. ¿La maldad generalizada no es más que la vulgar consecuencia de la desidia y la estupidez de una gran mayoría que se convierte así en cómplice de unas pocas mentes ambiciosas? Arendt presenta a Eichmann como un hombre nada brillante, un fracasado en esa época, que anhelaba triunfar como fuese y que obtiene un puesto de responsabilidad en la jerarquía nazi al demostrar su capacidad para organizar el traslado de enormes contingentes de personas. Lo escalofriante del caso es que el acusado, admitiendo estar informado de que el destino de toda aquella multitud era una muerte segura, se muestra convencido de haber realizado un trabajo bien hecho, concienzudo y perfectamente legítimo. La sensata clarividencia de Arendt lo intrepreta así: los jueces “quizá estaban demasiado convencidos de los conceptos que forman la base de su ministerio para admitir que una persona «normal», que no era un débil mental, ni un cínico, ni un doctrinario, fuese totalmente incapaz de distinguir el bien del mal. (…) Sin embargo, en las circunstancias imperantes en el Tercer Reich, tan solo los seres «excepcionales» podían reaccionar «normalmente»”. No obstante, aclara que Eichmann (como muchísima gente, pienso yo) carecía prácticamente de pensamiento autónomo y que lo sustituía, en un 80% como mínimo, por clichés ya elaborados, estando imposibilitado “particularmente para pensar desde el punto de vista de otra persona”. Y la seguridad que le daba haber cumplido con lo encomendado, según ordenaban las leyes de la época y sus propios superiores de acuerdo con toda la sociedad alemana – nada menos que ocho millones de personas “resguardadas de la realidad por el mismo autoengaño, mentiras y estupidez” (pag. 82) – le impulsaba a defender con aplomo su inocencia sin necesidad de negar los hechos, incluso en varios momentos a hacer declaraciones que su abogado desaprobaba abiertamente. Arendt considera de gran importancia política (que no jurídica) conocer cuánto tiempo necesitan las personas normales “para vencer la innata repugnancia hacia el delito, y qué le ocurre exactamente a tal persona cuando se encuentra en este caso” Ya que, si la población se desentendía de eso que estaba ocurriendo, “lo que se grababa en las mentes de aquellos hombres que se habían convertido en asesinos era la simple idea de estar dedicados a una tarea histórica, grandiosa, única que, en consecuencia, constituía una pesada carga” (pag. 156). Hay que tener en cuenta que los jefes eliminaban sistemáticamente de sus filas a aquellos que tenían de antemano tendencias homicidas y sádicas. El lavado de cerebro colectivo que se hace patente al leer estos datos es probablemente lo que más impresiona del informe.
Otra refinada maniobra que manipuló las mentes de los ciudadanos alemanes (y de muchos europeos) y facilitó el avance progresivo y sin obstáculos hacia el objetivo final fue establecer categorías entre los propios judíos (alemanes/polacos, excombatientes-condecorados/ciudadanos recientes, dirigentes/gente de la calle), categorías tan efectivas como ficticias ya que para los nazis “un judío siempre era un judío”. Aunque lo que simplificó definitivamente el trabajo fue la estrecha colaboración de las autoridades judías que seleccionaban y entregaban a los que habían caído en desgracia creyendo que la colaboración conseguiría salvar a algunos. Lógicamente, cuando no quedan más que unos pocos es mucho más sencillo capturarlos, y eso fue lo que ocurrió. Pero, de entre todas las estratagemas, quizá la que más contribuyó a que la orden de la Solución Final implantada por Hitler se llevara a cabo tan fácilmente es que, además de ser elevada a la categoría de ley, “fue seguida por un diluvio de reglamentos y ordenanzas, documentos todos redactados por expertos juristas que cumplieron muy eficazmente la función de dar externa apariencia de legalidad a la situación existente”. Al creer que dicha situación legal podría alargarse indefinidamente (y que el futuro probablemente carecería de competencia para juzgarles) estaban convencidos de su eterna impunidad. Ése fue su gran error de cálculo.
En realidad, no sólo era posible que las poblaciones rechazasen frontalmente la masacre sino que cuando lo hicieron el régimen nazi no hizo mayor esfuerzo por llevarla a cabo, simplemente lo dejó estar. Este es el caso de Dinamarca, el único en el que sociedad y autoridades se opusieron abiertamente saboteando sin concesiones las órdenes recibidas de Berlín. Sorprendentemente, cuando los nazis “se enfrentaron con una resistencia basada en razones de principio, su dureza se derritió como mantequilla puesta al fuego”. Después de Dinamarca, Grecia fue el país que más resistencia opuso. En el otro extremo, los que más colaboraron fueron Hungría y Rumanía.
Uno de los grandes quebraderos de cabeza de los jueces fue la forma en que se ejecutaban los crímenes: a la manera de una cadena de producción, lo que condujo a una responsabilidad diluida. Arendt considera que, a pesar de lograr su objetivo fundamental: ejecutar a Eichmann, el tribunal de Jerusalén fracasó ética y jurídicamente al no abordar: “1) el problema de la parcialidad propia de un tribunal formado por los vencedores", (sin olvidar la dudosa legalidad del arresto y la falta de competencia de un tribunal nacional en crímenes que, en caso de que se encontraran fundamentos para establecer alguna competencia, corresponderían únicamente a un tribunal internacional) "2) el de una justa definición de «delito contra la humanidad»". La autora sostiene firmemente que las conductas que se juzgan no son, en absoluto, delitos ya tipificados en los que concurren circunstancias diferentes, sino un nuevo tipo de delito radicalmente distinto a todo lo conocido hasta entonces y por tanto no contemplado en ningún código penal y "3) el de establecer claramente el perfil del nuevo tipo de delincuente que comete este tipo de delito”. Ya que “la premisa común a todos los ordenamientos jurídicos es que, para la comisión de un delito, es imprescindible que concurra el ánimo de causar daño. Cuando, por las razones que sean, el sujeto activo no puede distinguir claramente entre el bien y el mal consideramos que no puede haber delito”. Sin embargo en esta circunstancia excepcional habría que modificar parcialmente ese criterio, pues no libera de su responsabilidad a los causantes, así como aquél que presupone que “cuando todos, o casi todos, son culpables, nadie lo es”. La consecuencia jurídica en este caso, al contrario que la mayoría de los hechos delictivos considerados hasta ese momento, es que “el grado de responsabilidad aumenta a medida que nos alejamos del hombre que sostiene en sus manos el instrumento fatal”.
Por todo ello, hubiera sido imprescindible una revisión completa de los hechos y un tratamiento distinto y novedoso que tendría que haberse incluido en la legislación penal tanto internacional como de cada país en concreto antes de 1960.
Si no me equivoco, Primo Levi menciona al mismo personaje (Eichmann) como ejemplo de los muchos alemanes que se limitaron "cumplir las órdenes", "cumplir las leyes" o "hacer bien su trabajo", y que por lo tanto colaboraron, a veces de manera activa, con la Solución final, y que intentaron escapar a la culpa (ética y legal) precisamente bajo esa premisa (como todos los militares que desde entonces han alegado "obediencia debida" en diversas dictaduras militares).
ResponderEliminarLo terrible del asunto es pensar que se trata precisamente de una tendencia humana generalizable, la de no oponerse al poder o a lo establecido incluso cuando este poder decreta cosas horrendas. Algunos jerifaltes (y no tan jerifaltes) nazis y de las SS eran sin duda depravados, dementes, maníacos; pero la gran masa de los que colaboraron con ellos no podían serlo, debían moverles por lo tanto otras motivaciones. El caso de Eichmann parece paradigmático de este segundo tipo de personas, que son colaboradores necesarios del "mal", pero al mismo tiempo no tienen la sensación de formar parte de ese "mal" con el que colaboran...
El caso de Eichmann, y el lúcido tratamiento que de él hace Arendt, me parece muy necesario para escapar de la fácil tentación que nos asalta siempre que debemos afrontar la maldad: atribuirla a la locura o a la condición de "monstruo" de quien sucumbe a ella. Es comprensible que busquemos respuestas para actos tan horrorosos, y Foucault hizo una excelente genealogía de esa búsqueda de respuestas al hablar del "instinto", la "anormalidad", la "locura"...
ResponderEliminarPero creo que todo eso no son sino escapes para no afrontar lo que afirma Arendt: el mal, al menos en la sociedad moderna, es una banalidad. Supone un simple dejarse llevar. Así, Eichmann ejemplifica como pocos el fin del sueño ilustrado: a mayor razón, no siempre corresponde mejor humanidad. Es a esta evidencia a la que responde la Escuela de Frankfurt con la distinción entre razón instrumental y razón crítica. En apoyo de esos terribles fines a los que se somete la razón instrumental, el III Reich (pero no sólo) usó muy eficazmente el idioma. Esto que dices de que Eichmann sólo pensaba en "clichés" es lo que analiza con enorme agudeza Klemperer en su LTI:
http://unlibroaldia.blogspot.com/2010/10/victor-klemperer-lti-la-lengua-del.html
En fin, me callo ya, pero es que es un tema apasionante, desde luego. Gracias por la reseña, Montuenga.
Pienso que yo en la epoca y situacion de Eichman quizas podria haber actuado como el. No estoy seguro de haber podido tener la fuerza y valentia de poder superar la situacion. Pienso en Silingo,el piloto de la ESMA condenado a 400 años en España por haber confesado que tiro humanos vivos al mar. El bien es profundo y reflexivo.Negarse a la maldad por ordenes no es facil.
ResponderEliminarSucede todos los dias en todo los lugares.
Pues precisamente el caso de Eichmann no necesitaba demasiada heroicidad. Hannah Arendt dice en el libro (que no en la peli) que en aquella época para tener un comportamiento normal hacía falta ser excepcional. Pero este hombre era bastante peculiar. Siempre según el libro, estaba cansado de la vulgaridad de su status en relación con el resto de su familia, tenía deseos de destacar y ese trabajo le vino de perlas para sentirse importante. Nadie le iba a hacer nada si renunciaba a él, podía haberse dedicado a otra cosa que no fuera llevar montones de gente al matadero. Es verdad que hay muchos Eichmann pero hacen falta toneladas de estupidez para no sentirse culpable. Arendt le disculpaba por eso, a él y a los miles de personas del mismo tipo. Si has leído el libro lo sabrás.
ResponderEliminarVaya puta mierda
ResponderEliminarHola Isabel,
ResponderEliminarSi explicas esa opinión, a poder ser sin palabras malsonantes, enriquecerías el debate en lugar de ensuciarlo.
Gracias