Idioma original: inglés
Título original: The crime of reason
Fecha de publicación: 2008
Valoración: recomendable
Robert B. Laughlin puede no ser un gran conocido para el gran público. Tampoco para mí. Pero resulta que comparte un premio Nobel de Física con otros dos señores por haber explicado algo con un nombre tan misterioso como "efecto Hall cuántico". También ha dado clase en la Universidad de Stanford durante un montón de tiempo. Eso significa que tiene una buena experiencia en dos ámbitos esenciales de la actividad científica: investigación y docencia. Si se trata de hablar sobre cómo se produce y cómo circula el conocimiento en nuestro tiempo, el tipo sabe lo que se dice.
Adelanto esta aclaración de entrada porque este ensayo reta desde el principio algunas de nuestras convicciones más asentadas sobre la cuestión. Así, con frecuencia se nos llena la boca de expresiones como "Era de la Información", "Economía del Conocimiento" (y no pongo más mayúsculas por respeto a la R.A.E.). Pues bien, Laughlin tiene a bien aclararnos que, en realidad, vivimos una época en la que el conocimiento está amenazado por trabas de enorme eficacia.
Por un lado, las autoridades se han dado cuenta de que buena parte de la investigación científica puede tener efectos muy peligrosos, e incluso potencialmente fatales para toda la población. Durante la Guerra fría, en plena paranoia nuclear, los gobiernos optaron por prohibir toda investigación que pudiera enseñar a construir la bomba (prohibirla fuera de sus instalaciones militares, se entiende). Se sentó así un mal precedente, criminalizando el conocimiento mismo y no su aplicación. Esta lógica se ha ido imponiendo en un ámbito creciente de la ciencia, a medida que se descubrían los posibles usos militares de ciertas investigaciones genéticas, biológicas o cibernéticas.
Por otro lado, el mercado también se ha dado cuenta del enorme potencial económico de ciertos conocimientos. Claro que este potencial sólo se mantiene si el conocimiento queda en manos de unos pocos que saben explotarlo. De ahí que los gobiernos reciban una presión creciente para defender lo que se denomina propiedad intelectual. El campo del saber que está protegido por patentes y que es, por tanto, de propiedad privada crece cada día. Laughlin hace ver la contradicción en la que incurre la Corte Suprema de EE.UU. al afirmar que las leyes de la naturaleza o los algoritmos matemáticos no pueden patentarse, pero sí las secuencias génicas o el software. Es cierto que las patentes tienen una determinada duración, y luego caducan, pero el truco es tan sencillo como volver a patentar el mismo avance con un pequeño cambio insignificante.
Ante este panorama, es fácil suponer que son muchos los científicos que, si no son abiertamente censurados, al menos se autoprohiben la investigación en determinadas direcciones, ya sea por sincera preocupación por sus peligrosos efectos, o temiendo las posibles represalias de sus patrocinadores. La solución no es sencilla y las conclusiones de Laughlin dan miedo: lo que se nos viene encima es la penalización del intelecto.
Me lo apunto.
ResponderEliminarEn general, me encanta como escriben los físicos.
Un saludo,
A estas trabas "oficiales" o "legales" añadiría yo otra que me parece increíble el poder que tiene: la pseudociencia, a veces prácticamente idéntica a la superstición. Que en una época de avances científicos tan brutales y con la capacidad que existe para comunicar el conocimiento, sigan triunfando la pulsera Power Balance (que te "equilibra las energías a través de un holograma cuántico" o alguna tontería semejante), el parche de platino ionizado o la homeopatía (agua carísima, básicamente), me parece sencillamente incomprensible.
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